miércoles, 29 de agosto de 2012

Gilipolleces estilo David Copperfield

Han pasado un par de meses desde que escribiera aquel artículo sobre gente asiática y drogodependiente que pasó con más pena que gloria por ésta nuestra colmena, y a continuación me dispongo a dar por concluido mi retiro espiritual y a seguir a mis cosicas con la sección de Literatura. En este sabático intervalo que reseñaba, leí un libro muy interesante sobre el 23-F (pero aquí nunca se habla de política, por pereza y eso), y una novelita de Antonio Muñoz Molina que ya prácticamente he olvidado de tan poética y bucólica que era. A continuación probé suerte con Vargas Llosa y Dickens (la de este último era una cuenta pendiente que aún sigue sin estar saldada), y al final, resulta que me he pasado medio verano viendo un capítulo de Mad Men tras otro y yendo al cine en pos de una periódica sodomización. Todo para acabar volviendo, un poco deprimido que es como hay que ir, a leer El guardián entre el centeno, escrito por J. D. Salinger y publicado en 1951. Uno de los libros que más han marcado mi vida, y como la mía la de muchos otros tan amargados como yo. 

El centeno: metáfora que ilustra el arte de poner fotos que no aportan nada al artículo

   Supongo que es de rigor comentar por qué es posible que dicho título os suene de algo pese a que no lo hayáis leído (y es pa mataros en tal caso). Mark Chapman, el asesino de John Lennon, tenía este libro en su mesilla de noche, y parloteó acerca de él y de Holden Caulfield cuando le pescaron. Que había sido su inspiración para cometer tal atrocidad, o no sé qué hostias. Si os parece acabamos en esto con la parte documentada del trabajo, aunque también otro tipejo que intentó lo propio con Ronald Reagan declarara posteriormente estar obsesionado con él. Porque, en fin, yo todavía no he matado a nadie, y eso que me habré leído la obra en cuestión como un centenar de veces. Aunque igual a la próxima cojo un rifle y me cargo a, no sé, George Lucas, por poner un ejemplo.
   El caso es que el protagonista es Holden Caulfield, un adolescente de unos dieciséis años (edad que yo mismo atesoraba al leerme el libro por primera vez, aaaains), al que acaban de expulsar de Pencey, un colegio apestoso lleno de gente falsa y estúpida, ateniéndonos a lo que se nos dice, y que emprende un vagabundeo incansable y accidentado por las calles de Nueva York (de por medio lumis, chulos, homosexuales y otros exponentes de la alta suciedad), antes de volver a casa de sus padres y comunicarles la mala noticia. Y no hay más, realmente. El argumento da para lo justo, unas doscientas y pico páginas de nada. Doscientas y pico gloriosas páginas de nada.
   La cantinela de "Lo que importa no es lo que se cuenta, sino cómo se cuenta" nunca fue tan verídica como en el caso que nos ocupa. El libro está escrito en primera persona, pero no por un catedrático con su columnita en algún periódico y su Pulitzer en la estantería a su espalda, sino por el propio Holden Caulfield, un chaval de dieciséis años que se expresa como un chaval de dieciséis años. Con coletillas, tacos, todoesos, enserios y jos. Y transmitiendo en el empeño toda la rabia y la angustia de una etapa de nuestra existencia que muchos aún no hemos acabado de abandonar. Toda la prosa, por tanto, destila una energía, una vida, que pocas veces he percibido en un trabajo impreso, y que logra que esas pocas páginas se lean en, literalmente, un suspiro. Como pequeña muestra, el inicio de la obrita, a la altura icónica de El Quijote o El Lazarillo:

   Si realmente les interesa lo que voy a contarles, probablemente lo primero que querrán saber es dónde nací, y lo asquerosa que fue mi infancia, y qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y todas esas gilipolleces estilo David Copperfield, pero si quieren saber la verdad no tengo ganas de hablar de eso. Primero porque me aburre, y, segundo, porque a mis padres les darían dos ataques por cabeza si les dijera algo personal acerca de ellos. Para esas cosas son muy susceptibles, sobre todo mi padre. Son buena gente y eso, no digo que no, pero también son más susceptibles que el demonio. Además, no crean que voy a contarles toda mi maldita autobiografía ni nada de eso...

Pues sí, éste es Holden Caulfield. Y es legendario

   En efecto, Holden Caulfield es el encanto personificado, un chaval sarcástico, mentiroso, malhablado, sensible, infantil, parlanchín, alcohólico, fumador, y con una gorra de caza que mola un pegote. También es alto, delgaducho, seguro que se masturba, y peina canas a un lado de la cabeza. Y lo odia todo, lo que se dice todo, con la práctica excepción de su hermanita Phoebe, que también es un encanto. El héroe de nuestra adolescencia, qué duda cabe, uno al que según leamos el libro todos amaremos y conoceremos tan bien como a nosotros mismos. Ya sabéis, porque Holden es un espejo de lo que somos todos nosotros. O de lo que fuimos.
   Es probable, pero también necesario, que me centre mucho en la figura del señor Caulfield. Todo el libro se centra en él, sin apenas profundizar en la psique de algún otro personaje la cual, en cualquier caso, sería observada bajo el punto de vista del amiguete. De este modo llegamos a sentir tanto cariño por su hermana pequeña como lo siente Holden, tanta repugnancia por las personas falsas, los tíos guarros e incluso el cine como siente Holden, y tanto dolor por la temprana pérdida de su hermano pequeño Allie, pelirrojo y listísimo, como lo siente Holden. Y a uno, maldita sea, se le acaba escapando una lágrima y todo.
   No sé si a lo largo de este artículo habré sabido expresar la devoción que siento por esta obra en toda su amplitud, porque es mucha, y de todas maneras no ha de significar que vosotros hayáis sentido, o vayáis a sentir, lo mismo al leerlo. Ocurre que es un libro que llega a calar hondo si se lee en las circunstancias apropiadas (como son ser joven, o ser viejo, o estar simplemente harto de todo), y que se halla sumido así como quien no quiere la cosa en el aura de los clásicos, de los atemporales, de esos fragmentos de arte puro y de vida llamados a ser degustados cada cierto tiempo. Un aura tan poderosa, férrea y opaca que se me hace difícil buscarle algún pero, sin que entre a estorbar ni la objetividad ni cosa parecida. En cualquier caso, a Holden Caulfield se la traería floja. Y a su autor también, J. D. Salinger, porque está muerto y en vida estuvo un poco más pallá que pacá.

"¡¡¡Aaagh, la muerte!!!"

   Y bueno. Pasando por alto lo poco mordedor de esta ¿crítica? y lo subjetivo de mis afirmaciones, El guardián entre el centeno es un gran libro, y no hay quien me saque de ahí. Debería leerlo todo el mundo, y no sólo para buscar qué carajo pudo entender Chapman que le llevara a matar al Beatle que le robó las gafas a mi abuela: también porque le va a gustar, fijo, y porque le va a coger, no hay más remedio, cariño al protagonista. ¿Que igual a veces se pone un poco pesado con las coletillas, con los "me deja sin habla"? Eso es que está en una edad muy difícil, perdonémosle.
   Firmado: Holden Caulfield

1 comentario:

  1. Albert, querido, me lo voy a leer por dos razones:

    1.- (Hola, soy una razón) Por el coñazo que me has dado desque te conocíde 'tienes que leerlo', 'es el culmen de la palabra LITERATURA', 'Te dejo el que yo tengo que tiene marquitas de mi semen y todo eso de cuando me hacía pajas con él y con Phoebe'.

    y 2.- (Tumorcito, tumorcito) Para acabar de leermelo y, aunque me haya encantado o lo considere peor que David Meca, decirte: 'Es una bazofia, no expresa tanto, no me llena, no entiendo cómo es tan conocida, su hermano muerto lo hacía mejor' para que sientas lo que yo siento cuando me hablas de Blade Runner o Lost in Translation o Tony Scott.

    Firmado: Atentamente González

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