domingo, 13 de enero de 2013

Grandes dibujantes para Gente Menuda




Pepita: Mira lo que dice aquí: “Gente Menuda”
Juanito: ¿Y a mí qué me importa?
¿Qué has hecho con la bolsita de caramelos que…
Pepita: Es que “Gente Menuda” somos nosotros, los niños buenos y juiciosos.
Juanito: ¡Ah! Entonces me lo traen porque me he tomado
el aceite de hígado de bacalao sin rechistar.

Adorable, tan adorable que seguramente estaréis buscando el ratón para poder cerrar esta pestaña y seguir viendo porno. Lo sé, no es fácil creerme pero confiad en mi, aunque parezca que voy a intentar captaros para que forméis parte de una secta muy puritana, no es culpa mía que la inocencia de algunos de los escritos de “Gente Menuda” provoquen retortijones al público del siglo XXI y, de todas formas, son sus ilustraciones e historietas las protagonistas de la exposición, sino fuera así yo sería la primera que saldría huyendo. El Museo ABC desempolva algunos originales de la publicación y de la mano de Felipe Hernández Cava organiza “Gente Menuda: Dibujos para un gran suplemento infantil”.

Cartel de la exposición

En 1891 apareció el primer número de “Blanco y Negro”, una revista ilustrada bastante costosa que solo podían permitirse las clases altas y medias de una sociedad con un analfabetismo del 70%, este dato es útil para entender porque los niños que aparecían en sus páginas parecían pasteles de crema con rizos, bordados y trajes de marinerito. “Gente Menuda” comenzó siendo una sección dentro de esta publicación, en 1905 pasó a formar parte del nuevo diario ABC y en 1907 por fin se convirtió en un suplemento. Finalmente desaparece el 27 de diciembre de 1914 debido a las divisiones en la prensa provocadas por la Primera Guerra Mundial, las dificultades para obtener papel y la disminución de la publicidad. 

De esta primera etapa vemos en la exposición los detallados dibujos de animales y entornos naturales de Santiago Regidor (solo le hacía falta carboncillo y lápiz para liarla parda), las ilustraciones a tinta de Francisco Sancha y las sencillas historietas de Xaudaró, Ramón Cilla y Atiza, en el caso de los dos últimos siempre se acompañaban las viñetas con unas líneas debajo que describían todo y que no hacían falta, pero ya sabemos que en esos tiempos el prestigio de la palabra pesaba.

La publicación volvería a surgir de 1928 a 1936, el período dorado donde se reflejaría la fuerte influencia de las vanguardias. En la muestra vemos un pasillo con una sucesión de portadas en las que aparecen el Conejo Roenueces, los niños Lita y Lito o Don Oppas, todos ellos creaciones de Francisco López Rubio que tiene una exposición centrada únicamente en él en el mismo edificio, llena de curiosidades y la continuación perfecta de “Gente Menuda”.

Algunas ilustraciones de Alonso y Sancha
Lo mejor son las ilustraciones que rodean la sala grande, nadie diría que se realizaron en los años 30. Allí están los ya mencionados Sancha o Regidor pero aparecen otros geniales como K-Hito, Azpiri, Antonio Barbero, Félix Alonso, A.T.C., Carlos Tauler, Hidalgo de Caviedes, Bartolozzi… mierda, seguro que me dejo alguno. La selección que han realizado los organizadores es perfecta, han sido capaces de escoger entre gran cantidad de material las muestras más representativas y lo han hecho pensando en el público de hoy, es decir, personas que no tenemos ni idea de lo que es “Gente Menuda” ni conocíamos a todos esos artistas. Es curioso que Celia, su personaje más famoso, sea el que peor ha aguantado el paso del tiempo, al menos esa es la sensación que tengo al ver sus páginas rodeadas por ilustraciones e historietas de la misma época.
Supongo que debería avisar a los futuros visitantes de que posiblemente haya niños en la sala; niños ruidosos, alegres y con muchas ganas de corretear por todas partes. Si odias a estos pequeños seres te aconsejo que no vayas un fin de semana pero no puedo asegurar que de lunes a viernes no te topes con alguna excursión escolar.

Sala central de "Gente Menuda"
Podréis ver la exposición de “Gente Menuda” hasta el 3 de marzo pero la de Francisco López Rubio es solo hasta el 20 de enero. La entrada de las dos es gratuita y aunque la exposición sobre el legado de la Duquesa de Alba ha recibido mucha más atención por parte de la prensa me parece que me quedo con esta porque es divertida, imaginativa, rescata parte del pasado de la historieta y la ilustración española y, Señora Duquesa, la entrada no cuesta diez euros.


Yo Mataré Monstruos Por Ti.

A María Moreno Prieto.

La primera vez que oí la palabra Alzheimer, la olvidé. La segunda vez fue algo más familiar, en un hospital, en una de las camas de una habitación en la que yo no quería estar. También la olvidé. La tercera vez fue en clase de religión. A partir de ahí tuve algo de memoria retentiva o memoria simple o algún nombre científico para el recuerdo, y ya no se me olvidó. A partir de ahí, todo fue a peor.

Aprendí qué hace, cómo actúa y te jode las horas de la comida y la noche, sus nulas, putas motivaciones, su dieta, sus farolas, su obsesión por saber la hora, cerrar la puerta, desconectar los enchufes, subir el volumen, preguntar repetidamente lo mismo, contar repetidamente lo mismo, esponjar los cojines, sentarse y levantarse, más obsesiones, sus tartamudeos, su sombra, su vis a vis con la cordura, sus atajos hacia callejones sin salida, sus miedos sin griteríos, su vanagloria sin gloria, su innegable don de mensajero, su inexistente trazo de esperanza, su hiriente corrosión poquito a poco como un mirlo.

Por lo visto aprendí que sabe derrotar las murallas de la memoria, que fue tu amiga y tu enemiga. Y entonces la recuerdas: "¿Memoria? no sé, sube el volumen, siéntate y dime, ¿qué se sentía recordando las cosas?". ¡Ah! Si te quitan la memoria, ¿has vivido? Aprendí muchas cosas, como que el olvido es un arma (de doble filo), que el recuerdo es una hoja de papel (de doble cara), que el alzheimer es la primera muerte. La lenta y dolorosa. La que fatiga. La que se llora. La que tú recuerdas. La que ella olvida.

Ahora escucho mucho esa palabra. Sobre todo cuando la gente me pregunta cómo está mi abuela, y cuento cosas como que no se está quieta o que grita a sus seres queridos o que se despierta por la noche a comprobar las ventanas o que esconde trozos de pan por la casa. Ellos responden: "puede ser principio de alzheimer" y pienso dos cosas: la primera es que jamás has de ponerle tu nombre a una enfermedad (si acaso a una estrella o a un banco del parque); la segunda es que todo puede ser el principio de todo o de algo. Pero hasta los principios se olvidan...

Mi abuela nunca ha visitado la Alhambra, aunque es de un pueblo de Granada. La vio por fuera y no se le olvida. Según ella, es hermosísima y, siguiendo lo que dice la tele, amén de que se inventa palabras, ‘la Alhambra tiene mucha nombrería’. Ésta es mi abuela, natural, suya.

A mi abuela no le gusta el mar, no lo conoce. Pero ella es, sin saberlo, todo un océano. A ella le debo todo,  cosas que están detrás de la Luna . Mi primer acertijo, donde Pingo Pingo es chorizo y Mango Mango un perro, mis palabras extrañas, como alacena, liebres magallonas o pillacorbata, mi pasión por los cuentos que con tanto mimo ahora escribo, porque ella de siempre contó historias, un juglar moderno del que no te cansas, porque la misma historia nunca es la misma en sus labios, ya torcidos por el paso de 93 años. Ella siempre es nueva para mí:

Tiene la historia de una bomba que mató a una amiga suya en la guerra, de cómo aprendió de los moros a decir cebolla en árabe, la historia de la belleza de sus hermanas en el pueblo, de cómo se metía con la tonta de allí dónde nació con las compañeras de aventuras y cómo se hizo esa cicatriz en el muslo que se tapa con su enlutada (¡Ay de mi abuelo!) y sempiterna falda, de la vez que bebió porque su hermana la emborrachó y ya nunca más probó el alcohol,…

Pero la demencia senil o el alzheimer o como cojones se llame ese embrión olvidalotodo está erosionando tus cabellos, abuela, ya cortos y tristes, está haciendo obedecer a tus párpados cada vez más la la ley de la gravedad, está haciendo de tus labios dos líneas paralelas, muy simples y complejas, muy de maderos ardiendo, muy de versos acabados y releídos, está haciendo de tu cuello un papel plegado, una cordillera de lo que tú nombras pellejo, de tus manos un fácil acertijo de venas y un mapa de lo pálido, de tus ropajes el más conocido de los secretos y de tu voz un tesoro cada vez más y cada vez más y cada vez más codiciado.

Por eso me siento orgulloso de poder decirte, abuela María, que aquella noche abuela te recordé que te tomaras las pastillas mientras hacíamos del sofá una cama. Y tú, que me escuchas hasta en el silencio, me hiciste caso, sin rechistar, y te las tomaste con la benevolencia de los árboles maduros, tragando mansamente, con una ola serena de saliva, mi consejo. Y aquella noche dormiste plácida, de mármol, sin pesadillas. Y por eso abuela puedo decir que yo he matado monstruos por ti. Tus monstruos. Porque te ayudé a matarlos aunque no supieras que te defendía. Y si alguna vez vuelven, di una palabra al aire, la que sea: castillo, pepitoria, Granada, recuerdo,…que allí estaré yo, sin espada, sin escudo, es cierto, sólo yo abrazándote, matando tus monstruos cada noche hasta el día que no podamos defendernos del monstruo último. Y me mancharé las manos si hace falta hasta entonces. Porque no quiero que olvides. Porque ya sé cómo hacerlo. Ya maté monstruos por ti, aquella noche. Y los volvería a matar, abuela. Y los volveré a matar.


miércoles, 9 de enero de 2013

Huida hacia adelante

Habrán pasado ya más de diez años desde que acaeciera el milagro, de que se desencadenara la auténtica magia (pues a qué otra cosa si no cabría achacarlo), y un súbito interés por la lectura sacudiera a la población mundial. Eran buenos tiempos, aquéllos, cuando veías a unos señores de más de sesenta años leyendo volúmenes con un dibujo así como infantil en sus portadas; cuando un libro, por una vez, era una buena opción a la hora de hacerle un regalo a alguien; y cuando críos de 9 o 10 años rebosaban las librerías ataviados con gafas redondas, túnicas raídas y cicatrices pintarrajeadas con forma de rayo.

Éste no soy yo de chico, pero debería serlo

   Podrá argüir alguien que este interés por la lectura (que conste que me estoy refiriendo, al menos por ahora, a lectura, y no literatura) se puede sentir también en nuestra aciaga actualidad, pero sólo podrá obtener por mi parte un bufido de desprecio. No me fastidie. Compararme a Harry Potter (sí, amiguitos, de él y sus millones de todo es de lo que hablamos) con los vampiros mariquillas que dejan brillar al sol las gemas que cubren su pecho, o con las jóvenes marimacho que se entretienen disparando flechas en distopías vagas y facilonas. Por no hablar de Cincuenta sombras de Gray, contra la que podría deshacerme en chistes malintencionados, pero creo que su ya asentada consideración de "porno para madres" me exime de ese deber. Por favor. Es Harry Potter, queridos amigos. Y la amplia mayoría de la población planetaria (eso quiero creer, que el cinismo no la haya diezmado aún) sabe que eso son palabras mayores, y que nunca habrá nada igual. 
   Qué voy a contar que no sepáis, mis queridos lectores de best-sellers. El fenómeno literario (bueno, aún no, llamémoslo comercial) que supuso la saga creada por J. K. Rowling dudosamente podrá ser igualado en el futuro, y me refiero a términos creativos, no sólo a los meramente económicos, aunque esta última sea tan rica como la Reina de Inglaterra y la Stephenie Meyer, por otro lado, diga ser mormona, por lo que seguro que violará gatitos o, qué sé yo, seguirá escribiendo. Que viene a ser lo mismo.
   El asunto es que, con el paso de los años, no pudo verse como la bendición cultural que Harry Potter, esto es indiscutible, supone. Había que ir más allá del hecho de que montones de niños que no habían cogido un libro en su vida leyeran ávidamente las aventuras de Harry Potter. Había que ser transgresor. Había que ser capullo. "Mala literatura", "Carencia de estilo", "Lectura facilona". Lindezas de este tipo, propias de gente que a lo mejor lo único que ha leído en su vida ha sido Marcel Proust y que, por lo tanto, está bastante amargada, y no ven más allá de su tiempo perdido.
   Sinceramente espero que con su último libro esta tontería generalizada escampe. Porque sí, J. K. Rowling, tras la última entrega de Harry Potter (y posiblemente la peor), ha vuelto a publicar algo, y esta vez no se trata de "Criaturas mágicas y dónde pagarlas", o de "Los sablazos de Beedle El Bardo", no. Es una novela independiente, se llama "Una vacante imprevista", y en la contraportada dice ser para adultos. Oséase, que J. K. Rowling, o se corona, o se va discretamente al carajo.

Este zagal no ha tenido tanta suerte alejándose de Harry Potter. Porque, quiero decir, sigue siendo Harry Potter, en pelotillas, al lado de un caballo blanco, ¿no? ¿Es eso?

   Y ya adelanto que mi estimada señora se ha coronado. Y deseo fervientemente que, al tratarse de una novela "seria", haga salir de su error por fin a esos críticos que la leen por encima del hombro, o ni eso.  Porque, a ver si se os hace la boca agua, esta nueva obra va de crítica social, de ambientes marginales, de drogas, de sexo, de adolescencia problemática y de, ante todo, mucha infelicidad. Nada que ver con Hogwarts o con sus mágicos habitantes, tan positivos y valientes, si acaso con Severus Snape, quien, como todo el mundo sabe, supone el mejor personaje de todos ellos. 
   Se trata de una historia coral, que examina las vidas y miserias de los habitantes de un pueblecito llamado Pagford. Un concejal acaba de morir, y su plaza vacante será disputada por varios de los conciudadanos. Claro está, sólo es un punto de partida, uno que permita que ya afloren los primeros recelos y se fragüen las primeras intrigas. Llevándolo al terreno hitchcockiano no devendría más que un mcguffin y, he de decir, uno de los más eficaces que he experimentado, pues al final del libro cuesta creer que todo lo narrado haya tenido un comienzo tan sencillo y frívolo. 
   La historia, como únicamente comprobará el lector cuando llegue a su final, está admirablemente ensamblada, y se nota en ello la mano de su autora (la recordaba en muchas ocasiones cuando, increpada sobre el final de las aventuras del niño mago, ella respondía que "lo tenía todo pensado", y que "el primer capítulo fue lo primero que escribió"). Aparte de este aspecto, no tan excepcional como podría parecer en un principio, se nota el estilo de Rowling (para todos aquellos que digan que no tiene de eso), en la creación de personajes.
   Todos y cada uno de ellos tienen sus luces y sombras, más de estas últimas, y las relaciones entre cada uno de ellos están descritas de un modo inmejorable. Por mencionar a algunos, iré a mis favoritos, que no es que me caigan bien (ninguno, creo, caerá bien a nadie totalmente), pero sí son los focos de las tramas más interesantes. Empezamos por Stuart Fats Wall, una especie de Holden Caulfield con mucha más mala leche; inmediatamente después está su apocada madre, Tessa Wall, orientadora del instituto y, creo, el componente más positivo del retablo; Samantha Mollison, una mujer amargada y sarcástica que desprecia a su marido, el cual se va a presentar a la plaza vacante del concejo; Andrew Pryce, el mejor amigo de Fats, cuyo padre le maltrata; Sukvinder Jawanda, una chica hindú que sufre de dislexia, bullying y tendencias suicidas (la alegría de la huerta, vamos); Kay, la neurótica asistente social; o Krystal Weedon, sin duda el personaje más trágico de todos, y eso, creedme, es decir mucho.
   No debiera, sin embargo, enumerar los conflictos entre cada uno de estos personajes, no sólo por el trabajo que me llevaría sino porque la proliferación de éstos es una parte primordial para la experiencia que J. K. Rowling nos propone. Una vacante imprevista se va desarrollando poco a poco, presentando a los personajes, con unas primeras 100 páginas que pueden hacerse, para qué engañarse, bastante aburridas. Este tedio puntual, necesario, será compensado con creces, sobre todo llegando al tramo final, que supone, sin temor a equivocarme o a exagerar, de lo más descorazonador y deprimente que he leído nunca. 

"Soy rubia pero escribo sobre la naturaleza humana, y me sale que te cagas, por cierto"

   Una vacante imprevista es un libro muy chungo, amiguitos, y miedo me da que algún padre, fiándose sólo del nombre de la autora, se lo regale a su hijo pequeño, y éste lo lea. No ya por el lenguaje soez, o las escenas de sexo (éstas son descritas con esa típica naturalidad y aridez que ya conocemos en J. K.), sino por la experiencia global de la lectura. Hasta el más amargado lector de Proust llegará al final de la novela sin aliento, indefenso, atrapado en una lectura que, de tan adictiva como acaba revelándose (eso no es nuevo tampoco, ¿verdad?), no podrá dejar ni aunque quiera, ni aunque se harte de una visión tan real y pesimista de la condición humana.
   ¿Alguna pega que ponerle? Pues la misma que, en su día, le puse a la película Network, de Sidney Lumet (un trabajo que tampoco era de arte y ensayo precisamente). La novela peca de tremendista, y por momentos llega a ser difícil de creer que todos y cada uno de los personajes sean tan miserables, o tengan tan mala suerte (como cuando uno de ellos revela ser un pedófilo en potencia, que ya era lo que faltaba). Como en Network, que si no la habéis visto tenéis un gran pecado que expiar, a veces no vendría mal un poco de mesura. Algún personaje que diera buen rollo, que añadiera un punto de racionalidad. Pero nada.
   En todo caso, este ansia por deprimirnos fue una decisión plenamente consciente de J. K. Rowling, a quien ahora respeto más si cabe. Quiso hacerlo así, quiso hacer algo radicalmente diferente, y mejor no podría haberle salido el empeño. La demiurga del niño mago ha sabido huir de la sombra de éste lejos, muy lejos, y el esfuerzo por no encasillarse le ha salido redondo, al menos literariamente. 
   Porque, en efecto, hablamos de literatura. Cojones ya.

viernes, 21 de diciembre de 2012

De tangos, romances y egos

Escribo estas líneas a la víspera de que el mundo se acabe, y las enfoco como la rúbrica de un testamento impersonal y desencantado, como una broma irrelevante que se ahoga en su propia estupidez y diáfano desconocimiento. Hablando en plata, que los mayas me la traen bastante floja, y que si no os molesta ni estáis ocupados abrazando a vuestras familias, consumando extremaunciones o pagando a lumis para que os desfloren de una santa vez, voy a hablaros del último libro de Arturo Pérez-Reverte. 

Los que hicieron este cartel están muertos

   Dicho caballero, imagino, no necesita presentación alguna por mi parte, y no sólo por ser uno de los autores más leídos de nuestro país, sino también por su, cuanto menos, peculiar personalidad, que encuentra periódico desahogo en una columnita de El Semanal y en el bar de una tal Lola. Sí, porque resulta que también es periodista, o lo fue, volviendo, tras varios años cubriendo conflictos armados, a su querida España para ponerla de vuelta y media al mismo tiempo que proclamaba cuánto la amaba y se lamentaba de su suerte. Últimamente, claro, esa bilis que siempre se empeñó en derramar justificadamente sobre nuestra patria no resulta tan transgresora, sino que ha devenido en más de lo mismo, pero conservando su gracia. Porque nadie insulta a los señores ministros, senadores y gente de similar calaña como Pérez-Reverte, nadie se caga con tanto ingenio en la basura que el día a día deposita en nuestra puerta como Pérez-Reverte, y nadie tiene un ego tan grande como Pérez-Reverte. Un ego tan grande que cuando nuestro estimado literato procedente de Murcia (y no del País Vasco, como cuenta la leyenda) viaja en avión ocupa dos plazas. De ventanilla a ventanilla.
   Y a pesar de que se dedique a escribir best-sellers (en verdad es una tragedia que sus libros se vendan tanto, ¿no?) es un escritor como la copa de un pino, que con el paso de los años ha ido puliendo un estilo personal, caracterizado por la mala leche, los diálogos afilados y más mala leche aún. Ahí tenemos la saga de El capitán Alatriste que, aunque no logre que los niños dejen de ser cada vez más imbéciles, se lee en las escuelas, algo así como pedagógicamente. También tenemos esas dos pequeñas joyas (que también deberían ser lecturas obligadas para los infantes, y resumidas con la ayuda de El Rincón del Vago, o con lo que sea que haya ahora), llamadas La sombra del águila y Cabo Trafalgar. La reina del sur (inspiración de un culebrón venezolano en el que Pérez-Reverte también se cagó en su momento), La piel del tambor, El húsar (su primera novela, escrita cuando llevaba gafas y no imponía ningún respeto), El pintor de batallas... Todos sus libros, con excepción de El asedio (un ladrillo de proporciones históricas), merecen la pena, y están muy bien escritos.

Jijijijijiji

   Todos éstos ahondan en el tema por antonomasia de Pérez-Reverte: lo crueles y lo imbéciles que todos, intrínsecamente, somos. Ya sabéis, que el hombre es un lobo para el hombre, que es el animal que más se parece al ser humano, etecé. Puede recurrir a episodios históricos o a enrevesadas tramas policíacas, pero siempre acabaremos en un punto común, y aquella frase que dice que un autor siempre escribe la misma novela nunca será tan cierta como en el caso de Arturito. O a lo mejor no.
   Porque su último libro, El tango de la Guardia Vieja, me ha sorprendido bastante, en ese aspecto. Pérez-Reverte quizá será capaz de reírse de un pobre ministro que llora, pero eso no quita que tenga su corazoncito. Y es que, por primera vez en su (gran) trayectoria literaria, ha escrito una historia de amor completa, desesperadamente romántica, una tragedia encantadora de ésas que, mientras discurren y se complacen en ponerle todos los impedimentos posibles a los protagonistas para que no acaben juntos, te vas enamorando de ellos. Tanto de él, Max Costa, un ladrón de guante blanco que, según Pérez-Reverte, está buenísimo, como de ella, Mecha Inzunza, una aristócrata de moral descuidada y selectivas perversiones. Cómo no, esta última está casada (con un compositor de tangos, para más señas), y busca emociones fuertes, encontrándolas en un, aparente, bailarín profesional a bordo de un crucero que va hacia Buenos Aires. Como podéis observar, la estampa no podría ser más romántica, más folletinesca, y eso que aún no os he hablado (ni lo voy a hacer, leeros el maldito libro) de la trama de espionaje, de los callejones de Buenos Aires, de la Guerra Civil o de la Guerra Fría focalizada en campeonatos de ajedrez.

Cara del escritor cuando los académicos de la RAE le preguntaron: "¿Qué prefieres, T minúscula o T mayúscula?"

   Todo eso, y mucho más, es lo que el lector se puede encontrar en El tango de la Guardia Vieja, una novela que se aleja, desde su misma premisa, de lo típico que nos suele ofrecer el autor (apenas hay tiros, o grandiosos insultos), pero que no deja de ser revertiana como la que más, con todo lo bueno y lo malo que eso nos deja. Así, encontramos diálogos sublimes, ricos en frases épicas (Max Costa es un grande, y a veces cuesta creer que sea tan ingenioso), y personajes complejos, atractivos y sumidos en ese aura de dignos perdedores a la que el bueno del autor nos tiene acostumbrados. Y, también, nos encontramos con descripciones demasiado prolijas (el tío es como Tolkien, pero en vez de estudiar puertas pintadas de negro se dedica a contarnos EN TODO MOMENTO como están vestidos todos y cada uno de los personajes) y soluciones argumentales efectistas que acaban acusando demasiados cabos sueltos (el asunto del espía republicano podría haber dado más de sí). 
   En fin, pero Pérez-Reverte es como es, y yo le quiero como es, del modo más heterosexual posible. Sobre todo ahora que parece saber escribir sobre el amor con innegable acierto, y con una inédita sensibilidad (hay pasajes según acabamos que llegan a ser hasta poéticos). Además, sigue sumergiéndonos en épocas y ambientes como nadie (me río yo de Ken Follet y de sus libros sin fin), y su minucioso y usual trabajo de documentación vuelve a lograr que sepamos más cosas sobre temas que ni siquiera sabíamos que nos interesaban (como el tango o el ajedrez, del que ya hizo su tesis doctoral en La tabla de Flandes). Sólo queda proclamar este libro como uno de los más conseguidos del autor, y reiterar mi orden de que lo leáis en cuanto tengáis ocasión, antes de que se vuelva a acabar el mundo y tal. O eso, o Pérez-Reverte os insultará por Twitter. Vosotros veréis.

sábado, 24 de noviembre de 2012

Frankenweenie y lo nuevo de Tim Burton (por favor, olvidemos Sombras Tenebrosas)


Después del patinazo de Dark Shadows o Sombras Tenebrosas, como prefiráis, Tim Burton vuelve al cine. Y no, no es que haya ido a ver una película (ejem…) sino que ha vuelto. Esto hay que decirlo en voz alta: HA VUELTO. Ha vuelto a conseguir que salga de una película suya con una sonrisa de satisfacción en la cara. Hablo de Frankenweenie, el que es hasta ahora el último trabajo del director de Eduardo Manostijeras, Charlie y la Fábrica de Chocolate, La Novia Cadáver… En esta ocasión Burton ha acudido al stop motion que tan buenos resultados le da. Como un pequeño paréntesis, el stop motion es una técnica de animación que consiste en grabar el “movimiento” de objetos inanimados capturando una serie de imágenes o fotografías fijas y sucesivas alterando entre toma y toma la posición de dicho objeto. Algo muy parecido a la historia que el mismo Burton creó y que fue dirigida por Henry Selick, Pesadilla antes de Navidad.
 
 
Frankenweenie no es un proyecto nuevo para Tim Burton. Ya en 1984 realizó, en su etapa como animador en Disney, un cortometraje de 35 minutos con el mismo nombre. Se trata de la historia de un niño que pierde accidentalmente a su perro (Sparky). El chico, amante del cine y de las ciencias, descubre que puede revivirlo mediante impulsos eléctricos. Es un cuadro ver al animalico lleno de costurones. Pues bien, el largometraje estrenado a principios de octubre es la misma historia –pero con más chicha, hay que rellenar hora y media de película. En el año 2007 Burton firma con Disney la realización del largo y desde entonces ha estado trabajando en este proyecto. Cinco años, para darnos cuenta de lo trabajoso de rodar en stop motion. Aunque, viendo Sombras Tenebrosas, está claro que le dedicó más interés y tiempo a la entrañable historia del perro. Un pequeño apunte, si alguien quiere leer más sobre el argumento de la película sin que le destripen el final cual profesora de universidad que cuenta a sus alumnos cómo acaba una peli sin que diera tiempo a que la vieran, que no lea el artículo de Wikipedia hasta que haya visto la película. Eso sí, quizás le falte a la película el gancho y la ironía que tiene el corto.
 
No me negaréis que es una pocholada
 
Con Frankenweenie vuelve el Tim Burton más auténtico, el de las historias entrañables y los personajes raros (¿a quién no le puede gustar la niña con su gato el Señor Bigotes?). Esa exageración en los gestos, en las caras, en los escenarios… Esa iluminación y ese blanco y negro que tanto nos recuerda al Frankenstein original… Y, por supuesto, esa música de Danny Elfman, el inseparable compositor de las películas de Burton. ¡Qué magnífico trabajo en Charlie y la Fábrica de Chocolate y La Novia Cadáver! Como él mismo reconoce, en el más que recomendable libro Tim Burton por Tim Burton, se nota cuándo pone interés y se siente cómodo con una de sus películas. Y está claro que en esta así ha sido. Ahora unos pocos datos sobre la película: destacan las ausencias de Johnny Depp y de Helena Bonham Carter. Y sobre la taquilla, la película se presupuestó en cerca de 39 millones de dólares. A 14 de noviembre la recaudación en taquilla ya ha superado los 63 millones. Vamos, otro éxito. No es de extrañar que ahora mismo el cine burtoniano es una marca, una forma de hacer cine, pero también una forma de hacer dinerito de ese que tanto gusta al productor, al distribuidor y al exhibidor –que no exhibicionista (lo siento, hacía tiempo que no escribía un chiste malo y me estaba empezando a sentir sucio).
 
Dos de los mejores personajes de la peli: la niña y el Señor Bigotes
 
Frankenweenie, entonces, es una película más que recomendable. Aún están por ver los próximos trabajos de Burton pero no podemos negar que se trata de una joyita dentro de la obra del extravagante director. Aunque, eso sí, quizá se le fue un poquito la olla con los monstruos que van apareciendo y de los que no daré más detalles para no pasarme de spoiler, que para eso ya está Wikipedia y su artículo (léase dos párrafos más arriba). Una película para todos los públicos, sin caer en el sensacionalismo sentimentaloide de Spielberg –serán buenas, pero Los Goonies, E.T y Super 8 tienen unos finales más empalagosos que Mocedades envueltos en algodón de azúcar. Con gags simpáticos como aquel en el que a Sparky se le descose el rabo y cae en un cubo. Así que, al cine a verla. Los diez (me llevan los demonios cada vez que lo pienso) euros merecen la pena. Tim, gracias por volver.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos

Estamos en crisis. No le descubro nada a nadie, no enmascaro la realidad, no transgredo con ninguna visión rompedora de folletín que embellezca la situación y la tuerza en dirección a nuestros gobernantes y políticos, que son los culpables de todo, y tal y cual, no nos representan, lo llaman democracia y no lo es. Sólo presento un contexto, el de la realidad social de cada día, una que ha tornado cotidiana y familiar. Los números rojos, el desempleo, los desahucios, las cuestas de finales de mes, las malas inversiones, los pequeños dramas. Situaciones que ahora no nos son desconocidas, y que siempre hubimos de temer, pero que hace unos quince años semejaban lejanas, pesadillescas, literarias.
   Ya entonces, la familia García Moreno iba dando tumbos entre de crisis y crisis. Residía en un piso sin ascensor de Carabanchel (Alto), constituyente en un matrimonio de dos hijos más el abuelo, que se había venido de un pueblo de Cuenca a vivir con ellos para que se le sacara jugo a su malbaratada pensión. El padre era camionero, y sólo podía ver a su familia tres días a la semana. La madre era una sufrida ama de casa de inigualable genio. Uno de los hijos se llamaba Manolo, como su padre.
   Yo me crié con Manolo (al que todos en el barrio lo llamaban por el diminutivo, y por el apellido de Gafotas) y con su hermano pequeño Nicolás, apodado sin mala intención, únicamente por pragmatismo y el nene estaba de acuerdo, el Imbécil. Fui al instituto Diego de Velázquez donde la sita Asunción nos tachaba de delincuentes día sí y día también, dejando entrever un espíritu maternal que supe advertir con el paso de los años mientras compartía pupitre con el Orejones López, Yihad, Susana Bragas Sucias, Mostaza, Paquito Medina, Óscar Mayer o Melody Martínez, entre otros. Luego íbamos al Parque del Ahorcado a jugar a las cosas más brutas y estúpidas que pueda imaginarse, acosados de vez en cuando por los macarras del instituto Baronesa Thyssen. Y, sazonados con los gritos de nuestras madres desde el balcón para que volviéramos a casa a cenar, así pasaban los días, los meses y los años, sin que llegaran cartas de Hogwarts, sin que fuéramos acosados por vampiros diurnos de andrógina sexualidad; tampoco venían insinuantes jamonas parecidas a Jennifer Lawrence disparando flechas. Pero todos y cada uno de aquellos días, meses y años, fueron inolvidables.


   Mi infancia no se podría entender sin Manolito Gafotas, y como la mía la de muchos como yo. Devoraba los libros una y otra vez, me reía aun cuando hubiera ciertas referencias al mundo de los adultos que no alcanzaba entonces a comprender, ansiaba la llegada del siguiente ejemplar. Después de Manolito tiene un secreto (a la postre, el más flojo de todos), esta espera se prolongó lo indecible. Acabé casi olvidándome, crecí, llegué a la adolescencia y me maté a pajas, llegué a la madurez en la que supongo que llegué a encontrarme y también me maté a pajas, y Elvira Lindo no escribió más libros sobre el primogénito de los García Moreno. La historia quedó en suspenso, configurándose al cabo como un bello pero inconcluso recuerdo. 
   Hasta ahora. En el peor momento que atravesamos, con la crisis, la inocencia abatida y el desengaño fresco, llega un nuevo título de la saga, Mejor Manolo, y observemos ya desde el título toda una declaración de intenciones que, por suerte y habiéndolo leído en poco menos de un día, no llega a serlo tanto. Manolito ya no quiere que le llamen así, que ha crecido, jolines, dos años hace desde la última desventura, ahora es el mayor de tres hermanos. Persigue una madurez ansiada pero, por serlo de tal modo, una que nunca llega a alcanzar, y acaba siendo el mismo de siempre. Ingenuo, perspicaz, indefectiblemente charlatán. Y su visión de las cosas conserva el mismo encanto, el humor sarcástico por forma pero no por fondo, el aroma de las mejores historias, el arte de la Elvira Lindo más inspirada y retraída a su propia niñez.
   Porque, en efecto, Mejor Manolo no sólo es un gran libro, sino que puede presumir de quedar a la altura de títulos como Pobre Manolito, Los trapos sucios o Manolito on the road. Todos los personajes están ahí, perfectamente reconocibles, tan reales como la vida misma. El Imbécil ya no usa chupete (al menos según las ilustraciones de Emilio Urberuaga), pero sigue siendo el puto amo, aunque ahora tenga que competir con su hermanita Chirli (de Chirli Temple) por la atención de los adultos. El abuelo Nicolás sigue molando un pegote. La Boni y Bernabé se mantienen también y siguen siendo adorables, cada uno a su modo. A Yihad siempre nos entrarán ganas de aviarle a collejas de efecto retardado. Y prefiramos no hablar de aquellos aprietos económicos entre los que siempre se hallaron metidos los García Moreno y que siguen estando, hoy más que nunca, a la orden del día.


   Pues resulta que, previo al estallido de la burbuja inmobiliaria, a los García Moreno les dio por comprar un secarral en la carretera de Toledo, en el que construirían un día de éstos, cuando las cosas les fueran algo mejor, el chalé adosado de sus sueños. También ocurrió que sufrieron lo suyo con Bankia. La madre, Catalina (uno de los mejores personajes de la literatura española), tuvo que buscarse un trabajo que combinar con sus infatigables actividades domésticas, porque las cosas andaban cada vez peor.
   En definitiva, Mejor Manolo cuenta con una virtud que no tenían los libros predecesores, y ésta es su férreo compromiso con la realidad social del momento. Nunca se agolparon en la prosa de Elvira Lindo tantas referencias al fatídico mundo con el que nos encontramos cada vez que levantamos la mirada del libro, ni se conformó en él una tragicomedia de tal calibre. Manolito Gafotas es, más que nunca, realidad. Y es, más que nunca, necesario.
   En sus (terroríficamente escasas) 190 páginas reiremos, lloraremos y, sobre todo, sonreiremos. Será una sonrisa tonta, tierna, melancólica, con su deje amargo, aquélla que sólo pueden producir las inocentes tribulaciones de un niño asomado a aquel mundo de los adultos al que pronto habrá de unirse pero, por suerte, aún no. Y si algún día lo hace, espero al menos llegar a saber cómo le fue.

sábado, 10 de noviembre de 2012

Star Wars ep VII, la Amenaza de Mickey Mouse... Maemía, qué juego de palabras más pésimo...


Una de las noticias más sonadas en el mundo de la industria audiovisual: The Walt Disney Company (Disney, Pixar, Marvel, ESPN, ABC –pero no el periódico, chistaco) ha comprado la empresa Lucasfilm (Industrial Light and Magic, Skywalker sound, LucasArts) por cerca de 4000 millones de dólares. Ya me imagino yo a unos cuantos frotándose las manos con tal fruición que les va a desaparecer la piel de sus apreciadas extremidades (superiores, se entiende). Pero la noticia va un poco más allá. Disney ha anunciado una séptima entrega de la –grandiosa- saga Star Wars. Aquí ya uno empieza a mosquearse. Si George Lucas defecó un poquito sobre Indiana Jones y el –abominable- Reino de la Calavera de Cristal (un poquito de cristal sí que se tuvo que tomar para trabajar en tamaña monstruosidad), no puedo ni imaginar lo que ocurrirá con la saga que encumbró a Lucasfilm a los altares del cine de ciencia ficción.


Por si esto fuera poco se habla de una tercera saga. Lo que sumaríamos al episodio VII los VIII y IX. Vamos a ver, ¿qué necesidad hay? (aparte de que cada vez que se menciona Star Wars hay unos señores a los que se les aparece el símbolo del dólar en los ojos). Los prescindibles episodios I y II ya tuvieron lo suyo, pero continuaron, de una manera u otra, con la línea de la trilogía original (IV, V y VI). El episodio III merece una mención aparte porque es, en mi opinión, la mejor de la última trilogía realizada o, al menos, la más parecida a las películas de Leia, Luke y Solo. Pero, siendo sincero, lo admito, iré al cine a verla. Solo espero que los diez (DIEZ!!!) euros de la entrada merezcan la pena, que Lucas haya aprendido de los errores del pasado –vuelta a Indiana Jones y a la segunda trilogía de Star Wars- y vuelva a hacer la magia que tan bien se le daba en los ’70-’80.


Pero aparte de lo que nos pueda parecer otra prolongación de la saga o una sobreexplotación del producto, no cabe duda de que esta compra va a suponer un gran avance para las dos partes: por un lado, Lucasfilm va a entrar dentro de un conglomerado de magnitudes incalculables, con todo lo que ello supone: medios técnicos y humanos, promoción, una cierta seguridad en el éxito del producto a nivel de taquilla… Y para Disney afianzarse aún más como la primera empresa audiovisual del mundo. Y no nos preocupemos por que Disney “infantilice” Star Wars –un pequeño paréntesis, entre los innumerables títulos producidos o distribuidos por cualquiera de las filiales de Disney encontramos joyas como Pulp Fiction, Kill Bill, Trainspotting o la poco apta para mentes cándidas Saw. Cualquiera que conozca cómo funciona esa empresa va a ver que pondrá a disposición de la saga los mejores profesionales que tengan en nómina. De hecho ya se conoce un nombre para el guión del episodio VII: Michael Arndt, guionista de En Llamas, la segunda parte de Los Juegos del Hambre, ganador de un Oscar por la magnífica Pequeña Miss Sunshine y nominado por la no menos genial Toy Story 3 (¿qué dices?¿que aún no la has visto? Corre a verla…). Aún no se sabe quién va a hacerse cargo de la dirección pero suena con fuerza el nombre de Brad Bird, habitual de Pixar y director de la maravillosa Ratatouille. Ya solo falta que de verdad saquen una buena historia y no se carguen Star Wars. A nadie le gusta ver a Chewbacca llorando. Lo que está claro es el interés económico de Disney en todo esto, no solo en cuanto a los ingresos en taquilla sino a los ingresos que van a recibir con los brazos abiertos por la venta de productos con licencia, vamos, merchandising.

Ya han pasado unos añitos, pero se rumorea que Mark Hamill y Carrie Fisher aparecerán en la séptima entrega
 
En definitiva, que está claro que Disney ya no es el ratoncito amigable por el que nadie daba un duro. Sería más bien un agujero negro que va absorbiendo todo lo que huela a dinero. Pero, por favor, dejemos los clásicos tranquilos porque así están bien. Y lo vuelvo a admitir, veré esa película, pero está claro que, para bien o para mal, va a estar a años luz de la trilogía original. Y, hablando de clásicos, Warner tiene en mente la segunda parte de Casablanca (WTF??!!). Parece ser que el guionista de una de las joyas del cine clásico dejó un manuscrito (cada vez que pienso en esta palabra me imagino a un señor con una larga barba blanca escribiendo en un pergamino… no viene a cuento pero ya hacía tiempo que no se me iba la cabeza) con la continuación de la historia. Volviendo a Star Wars, como aparezca algún personaje como el adefesio de Jar Jar Binks le vamos a poner dos velas negras al responsable de tal delito. Avisado estás.