Hay
una joven, bastante hermosa, de pelo leño, del color de las piedras y las uvas
del suelo, esperando. El tren del andén contiguo al que ambos cogeremos llega,
pero ella parece ver más allá de ese tren, cree poder ver el horizonte. Y
sonríe y se desploma en cada movimiento de sus ojos. Alguien a su lado registra
una maleta y hace ruidos atroces de papeles. Como yo, ella ve como el tren se va, pero sus ojos miran el horizonte,
demasiado largo y continuo. Me gustan las personas que transparentan lo opaco y
se saben poderosas. Así comienza mi viaje.
Un
auténtico recorrido que no diferencia infierno de suelo, de cielo o de paraíso.
Están cayendo las gotas de calor de las nubes dichosas. Un calor terriblemente
húmedo. Una muerte constante. Es tan difícil elegir entre la lluvia y el
encierro. Acaso no son la misma cosa, pregunto. No me respondo. Sigue lloviendo
calor. No llega el tren. La chica está ahí, mirando. Tal vez la quiera. Hay,
además, una pareja. Se besan como las gotas que bajan por los cristales aún
calientes. Se hacen carantoñas sin medir la distancia entre ellos. Y ella ríe.
También admiro a quien ríe cuando le besan. Admiro tantas cosas que no tengo o
que perdí. Soy un admirador. Pero para admirar antes observo. Es decir, que
toco los detalles. Es decir, que necesito mis ojos. Es decir, que escribo.
Empiezo
a pensar que tal vez yo esté quieto, estancado, sin otra posibilidad que estar
sentado en este estúpido tren que acaba de llegar y que hará el mismo camino
que acaba de hacer, y, sin embargo, no organiza una revolución. La revolución de
los trenes. La única revolución necesaria. Pues empiezo a pensar que estoy
cayendo en el abismo de mi asiento y que es la tierra que veo tras mi ventana
la que se mueve hacia mi atrás, perdiéndose, revolucionándose. Y entonces
recreo en mi mente todo lo que ya no veo. Y tienen la belleza inútil de las
cosas que no vemos. Todo porque creemos que el arcoíris acaba en el suelo y no
que se enraíza y crecen olmos y abedules y otras fieras de extrema
tranquilidad.
En
unos asientos delante de mí hay tres señoras mayores, de unos 60 años, de las
que ven la telebasura y ellas cada vez son más basura entre tanto maquillaje.
No paran de graznar. Y graznan sobre quién se la metió a quién y quién se la
chupó al primero que la metió. Pero hablan con nombres que suenan a eufemismos.
No se callan. Desearía que hubiera muerto alguien sin importancia y que ellas
le conocieran y hubieran tenido que ir al entierro y no estar ahora en este
tren. Pero estas cosas no se pueden decir en público, porque la gente se cabrea
cuando se dicen las bárbaras verdades. Y hay un señor que ronca. Yo también
ronco, y vomito, y me afeito, pero son cosas que no se hacen en público, porque
la gente se cabrea cuando se hacen las bárbaras acciones. No paran de graznar,
y odio, por ese instante (y a partir de ahí para un siempre de tres años), al
destino. Y le acuso de traidor, como traidores los bueyes que sacan al toro
vencido del ruedo.
Y
mientras, en mi tren, piensas en la película que estás viendo o creyendo ver,
‘My Fair Lady’, y piensas que nadie sabe usar las palabras como tú, pero la
quitas, porque le das demasiada importancia
a las palabras y puedes morir, asesinado, como Neruda. Y miras el
cristal sobre el que caen las gotas como cuerpos haciendo el amor, uniéndose y
dejando su huella, y más allá ves Madrid, y piensas en tu familia. ¿La familia?
Duele, como casi todo. Es amor, es decir, no vas a sobrevivir. Duele como no
ser correspondido en las cartas o como destruir tras toda una tarde de arduo
trabajo en la playa, tu castillo de arena. En lo más profundo, duele, porque es
amor. Ahí mi reflexión. Me quedo dormido, o eso creo, porque me besan. Ha
tenido que ser un sueño. Siempre me besan en los sueños. Pero yo nunca beso en
los sueños de otros. Me da miedo crear falsas expectativas o que me roben,
oníricamente, besos. Así me va. Por eso cojo trenes. Por eso sufro de insomnio, y mientras mi vagón entero se
ha puesto de acuerdo para tocar en las orquesta de ronquidos del coro de Babel,
yo me pongo los cascos y me pongo algo de Cat Stevens. Y miro por la ventana y
envidio el reflejo que en él proyecto. Es algo complicado lo que entonces
siento, por eso no digo nada y cierro los párpados, también calientes. Estoy
seguro de que sí estoy durmiendo.
Llego
a Jerez. Despierto. En la estación me esperan gentes con los brazos abiertos y
muchas mujeres con las piernas cerradas. Entre ellas la chica que miraba el
horizonte. Sé su nombre. Se llama Soledad. ¿La conoces tú?
Hola, estaba por no comentar para no joder el precioso clímax que has conseguido crear con tu relato/historia/realidad/fantasía/hola. Pero he de decir que si algún día escribes un libro me gustará y no tanto porque estoy prediciendo que lo harás sino porque aunque esté cargado de bellas frases podré decir: "Yo conozco a ese tío y hablé de tetas con él" y todos pensarán está loca, vamos a encerrarla en un manicomio. Y entonces mi venganza contra ti será terrible.
ResponderEliminarEso significa que me ha gustado
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