lunes, 11 de junio de 2012

Extrañas Melancolías Francesas

Avanzo que el post que leeréis a continuación no tiene ánimo de provocar a la postre arduas carcajadas rompemandíbulas, por lo que le aconsejo, vástago/a de inmunda meretriz, que si su intención es criticarme porque me he vuelto demasiado mainstream es preferible que se abstenga y se sodomice a sí mismo con una fregona. Todo ello con el más profundo de mis afectos, puesto que, si por algo he escrito esta entrada, es por mis cojones, los cuales han resultado ser dos de mis mejores amigos, ya que han estado conmigo en las buenas y en las malas, y eso es más de lo que pueden decir muchos. Merci y deseo su plena satisfacción.

Ejemplo de vástago de meretriz, pero de meretriz no inmunda

Cuando paseaba hace apenas unas semana por entre la multitud que (no) se dio cita en la Feria del Libro de Madrid, me dio por abstraerme de todo cuanto me rodeaba, cosa que hago más de cuando que de vez, y que funciona como perfecta sinfonía de silencio. Obvio toda la ponzoña que rezuma el charco y quedo completamente a disposición de donde mi mente, más armada que mi cuerpo, quiera llevarme.

Me cegué, enmudecí y quedé sordo conscientemente del gorjeo constante de las gentes, del ululo por entre los altos árboles de El Retiro, del piar ya alegre ya triste ya cesado de los pájaros y de la turba de otras cosas que por demasía no transcribo. Invertí ahorros de pleno derecho en un 'Crepusculario' de Neftalí Reyes y espoleé mi ser de estante en estante, como si buscara desesperadamente una forma de salir del desespero. Al final llegó el final y otro estante. Y di la vuelta y recomencé, ya más cabizbajo, como una farola, ahora buscando dónde dejé a mi camarada, que con una actitud menos frenética (qué gran diplomático o golfista perdía el mundo) aguardaba mi regreso sin saber de mi huida.

Pues como decía, caminaba yo con el pie izquierdo seguido del derecho y luego el izquierdo de nuevo, pues si lo intentas con el derecho secundado otra vez por el derecho corres el riesgo de caerte, hasta que me paré en un estante (no me preguntéis cuál pues tengo cosas más importantes en las que pensar, como en la inutilidad de un baño sin espejo). Allí, hábilmente sentenciado por la mirada del vendedor, tuve a bien comprarme un pequeño libro, impreso en una calidad óptima que no sobresaliente y de un tamaño no muy superior a las 100 páginas. 'El extranjero', de Albert Camus.

Me llamo Albert y mis amigos me llaman Albert. Con eso no se juega.


Este autor de nombre tan noctámbulo era un franchute de la quinta de Sartre & Company que con el paso del tiempo ha ganado una relevancia, que, admitámoslo, yo el primero, se ha ganado con más sangre y lágrima que con sudor, que también hubo, pero menos, porque, ya me diréis vosotros qué ejercicio digno de transpiración hay en sentarte delante de tu maravillosa máquina de escribir y hacer danzar tus dedos serpenteando las teclas que no quieres pulsar. A pesar de todo, ganó el Premio Nobel de Literatura, y, a ver, yo no soy un experto en esto, se me dan mejor los dromedarios que se creen camellos, pero para ganar eso de lo que todos hablan y nadie ha visto, algo habrá hecho. Tal vez sea el hecho de que dominara el francés ¿no? (Esta broma no cuenta con el beneplácito del autor).

Soy una portada. Hago chistes de portadas
Centrémonos. No voy a decir de qué va el libro, cuándo se publicó o quién desayunaba cereales con zumo de naranjas el día de su segunda edición. Tenéis pelos en el pubis, sois la generación de un cambio, sabéis usar Internet. Usadlo, coño. Esas cosas se las dejo a nuestro demasiado deificado Google. Yo he venido aquí a hablar de mí, de cómo este libro ha sacado de mí la inspiración necesaria para escribir esta mierda y de cómo se han ido sucediendo en mi cabeza una fila infinita de adjetivos para describirlo. Y no los he encontrado, así que me los inventó, porque tengo voz, voto y pelotas (Fuck RAE):

-Diría que este es un libro absurmoso, en donde el protagonista no es capaz de razonar el porqué de las leyes en las que vivimos, de una vida imposible de vivir e inabordable porque la realidad que le rodea es inabordable. Nuestro protagonista no entiende y no es entendido, y no se preocupa por entender y no se preocupan por entenderle. Es tal la gama de grises que nos separa a la sociedad de él que ya no vemos lo iguales que somos. ¿Qué problema hay en ser distinto, en ser un narrador omnisciente a su vez protagonista, en ser el extranjero de tu propia vida?

-Este libro abusa además terriblemente del melancolipticismo, esa rara cualidad de los filósofos para hacer de los recuerdos tristes algo bello, y de los recuerdos bellos sólo pasado. Y no es nostalgia, no es añoranza, no ves una puta pena en sus ojos, porque no la hay. Es un hombre del que te alejarías, alguien solitario, casi asentimental, como un nómada sin vocación, como una canción taciturna.

-Y por último diría que el libro es una joya de la socieapatía, ese sentimiento de no pertenencia ni a quien te toma por igual, ese voy sólo en el autobús y creo que mi vida es una película-no interrumpáis joder-, esa pasividad ante hechos que a los demás nos haría hervir la sangre es lo que nos muestra que somos más parecidos de lo que creemos y que al extraño le tenemos miedo. Y el miedo es la principal causa de desconocimiento.

Aquí os dejo la primer frase y otra más para que os hagáis una idea. Concluyo, quitándome el sombrero, tirándome en la cama, sólo, escribiendo y sintiéndome aglo distinto del que paseaba por El Retiro.

“Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: «Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias.» Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer”.



“Una vez más todo el problema consistía en matar el tiempo. A partir del instante en que aprendí a recordar, concluí por no aburrirme en absoluto. Me ponía a veces a pensar en mi cuarto, y, con la imaginación, salía de un rincón para volver detallando mentalmente todo lo que encontraba en el camino. Al principio lo hacía rápidamente. Pero cada vez que volvía a empezar era un poco más largo. Había leído que en la cárcel se concluía por perder la noción del tiempo. Pero no tenía mucho sentido para mí. No había comprendido hasta qué punto los días podían ser a la vez largos y cortos. Largos para vivirlos sin duda, pero tan distendidos que concluían por desbordar unos sobre los otros. Perdían el nombre. Las palabras ayer y mañana eran las únicas que conservaban un sentido para mí”.

1 comentario:

  1. Sublime. Es tal el grado de trascendencia y taciturna epicidad alcanzado en este artículo que seguramente quedaría como inapropiada alguna referencia a la peligrosa amenaza que suponen los dromedarios que se creen camellos.
    Leí "El extranjero" hace bastante tiempo ya, y lo poco que recuerdo de él se limita a una tristeza infinita, a una sensación de ahogo y pesar claramente melancolipticistas (es justo el adjetivo que buscaba).
    Así que, dejando de chapurrear literatura y de intentar complementar tu análisis, pues poco he de aportar, concluiré diciendo que este artículo le encantaría a Julio Cortázar, y le movilizaría, de seguir vivo, a escribir nuevos manuales de instrucciones deliciosamente absurdos.

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