viernes, 21 de diciembre de 2012

De tangos, romances y egos

Escribo estas líneas a la víspera de que el mundo se acabe, y las enfoco como la rúbrica de un testamento impersonal y desencantado, como una broma irrelevante que se ahoga en su propia estupidez y diáfano desconocimiento. Hablando en plata, que los mayas me la traen bastante floja, y que si no os molesta ni estáis ocupados abrazando a vuestras familias, consumando extremaunciones o pagando a lumis para que os desfloren de una santa vez, voy a hablaros del último libro de Arturo Pérez-Reverte. 

Los que hicieron este cartel están muertos

   Dicho caballero, imagino, no necesita presentación alguna por mi parte, y no sólo por ser uno de los autores más leídos de nuestro país, sino también por su, cuanto menos, peculiar personalidad, que encuentra periódico desahogo en una columnita de El Semanal y en el bar de una tal Lola. Sí, porque resulta que también es periodista, o lo fue, volviendo, tras varios años cubriendo conflictos armados, a su querida España para ponerla de vuelta y media al mismo tiempo que proclamaba cuánto la amaba y se lamentaba de su suerte. Últimamente, claro, esa bilis que siempre se empeñó en derramar justificadamente sobre nuestra patria no resulta tan transgresora, sino que ha devenido en más de lo mismo, pero conservando su gracia. Porque nadie insulta a los señores ministros, senadores y gente de similar calaña como Pérez-Reverte, nadie se caga con tanto ingenio en la basura que el día a día deposita en nuestra puerta como Pérez-Reverte, y nadie tiene un ego tan grande como Pérez-Reverte. Un ego tan grande que cuando nuestro estimado literato procedente de Murcia (y no del País Vasco, como cuenta la leyenda) viaja en avión ocupa dos plazas. De ventanilla a ventanilla.
   Y a pesar de que se dedique a escribir best-sellers (en verdad es una tragedia que sus libros se vendan tanto, ¿no?) es un escritor como la copa de un pino, que con el paso de los años ha ido puliendo un estilo personal, caracterizado por la mala leche, los diálogos afilados y más mala leche aún. Ahí tenemos la saga de El capitán Alatriste que, aunque no logre que los niños dejen de ser cada vez más imbéciles, se lee en las escuelas, algo así como pedagógicamente. También tenemos esas dos pequeñas joyas (que también deberían ser lecturas obligadas para los infantes, y resumidas con la ayuda de El Rincón del Vago, o con lo que sea que haya ahora), llamadas La sombra del águila y Cabo Trafalgar. La reina del sur (inspiración de un culebrón venezolano en el que Pérez-Reverte también se cagó en su momento), La piel del tambor, El húsar (su primera novela, escrita cuando llevaba gafas y no imponía ningún respeto), El pintor de batallas... Todos sus libros, con excepción de El asedio (un ladrillo de proporciones históricas), merecen la pena, y están muy bien escritos.

Jijijijijiji

   Todos éstos ahondan en el tema por antonomasia de Pérez-Reverte: lo crueles y lo imbéciles que todos, intrínsecamente, somos. Ya sabéis, que el hombre es un lobo para el hombre, que es el animal que más se parece al ser humano, etecé. Puede recurrir a episodios históricos o a enrevesadas tramas policíacas, pero siempre acabaremos en un punto común, y aquella frase que dice que un autor siempre escribe la misma novela nunca será tan cierta como en el caso de Arturito. O a lo mejor no.
   Porque su último libro, El tango de la Guardia Vieja, me ha sorprendido bastante, en ese aspecto. Pérez-Reverte quizá será capaz de reírse de un pobre ministro que llora, pero eso no quita que tenga su corazoncito. Y es que, por primera vez en su (gran) trayectoria literaria, ha escrito una historia de amor completa, desesperadamente romántica, una tragedia encantadora de ésas que, mientras discurren y se complacen en ponerle todos los impedimentos posibles a los protagonistas para que no acaben juntos, te vas enamorando de ellos. Tanto de él, Max Costa, un ladrón de guante blanco que, según Pérez-Reverte, está buenísimo, como de ella, Mecha Inzunza, una aristócrata de moral descuidada y selectivas perversiones. Cómo no, esta última está casada (con un compositor de tangos, para más señas), y busca emociones fuertes, encontrándolas en un, aparente, bailarín profesional a bordo de un crucero que va hacia Buenos Aires. Como podéis observar, la estampa no podría ser más romántica, más folletinesca, y eso que aún no os he hablado (ni lo voy a hacer, leeros el maldito libro) de la trama de espionaje, de los callejones de Buenos Aires, de la Guerra Civil o de la Guerra Fría focalizada en campeonatos de ajedrez.

Cara del escritor cuando los académicos de la RAE le preguntaron: "¿Qué prefieres, T minúscula o T mayúscula?"

   Todo eso, y mucho más, es lo que el lector se puede encontrar en El tango de la Guardia Vieja, una novela que se aleja, desde su misma premisa, de lo típico que nos suele ofrecer el autor (apenas hay tiros, o grandiosos insultos), pero que no deja de ser revertiana como la que más, con todo lo bueno y lo malo que eso nos deja. Así, encontramos diálogos sublimes, ricos en frases épicas (Max Costa es un grande, y a veces cuesta creer que sea tan ingenioso), y personajes complejos, atractivos y sumidos en ese aura de dignos perdedores a la que el bueno del autor nos tiene acostumbrados. Y, también, nos encontramos con descripciones demasiado prolijas (el tío es como Tolkien, pero en vez de estudiar puertas pintadas de negro se dedica a contarnos EN TODO MOMENTO como están vestidos todos y cada uno de los personajes) y soluciones argumentales efectistas que acaban acusando demasiados cabos sueltos (el asunto del espía republicano podría haber dado más de sí). 
   En fin, pero Pérez-Reverte es como es, y yo le quiero como es, del modo más heterosexual posible. Sobre todo ahora que parece saber escribir sobre el amor con innegable acierto, y con una inédita sensibilidad (hay pasajes según acabamos que llegan a ser hasta poéticos). Además, sigue sumergiéndonos en épocas y ambientes como nadie (me río yo de Ken Follet y de sus libros sin fin), y su minucioso y usual trabajo de documentación vuelve a lograr que sepamos más cosas sobre temas que ni siquiera sabíamos que nos interesaban (como el tango o el ajedrez, del que ya hizo su tesis doctoral en La tabla de Flandes). Sólo queda proclamar este libro como uno de los más conseguidos del autor, y reiterar mi orden de que lo leáis en cuanto tengáis ocasión, antes de que se vuelva a acabar el mundo y tal. O eso, o Pérez-Reverte os insultará por Twitter. Vosotros veréis.