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miércoles, 9 de enero de 2013

Huida hacia adelante

Habrán pasado ya más de diez años desde que acaeciera el milagro, de que se desencadenara la auténtica magia (pues a qué otra cosa si no cabría achacarlo), y un súbito interés por la lectura sacudiera a la población mundial. Eran buenos tiempos, aquéllos, cuando veías a unos señores de más de sesenta años leyendo volúmenes con un dibujo así como infantil en sus portadas; cuando un libro, por una vez, era una buena opción a la hora de hacerle un regalo a alguien; y cuando críos de 9 o 10 años rebosaban las librerías ataviados con gafas redondas, túnicas raídas y cicatrices pintarrajeadas con forma de rayo.

Éste no soy yo de chico, pero debería serlo

   Podrá argüir alguien que este interés por la lectura (que conste que me estoy refiriendo, al menos por ahora, a lectura, y no literatura) se puede sentir también en nuestra aciaga actualidad, pero sólo podrá obtener por mi parte un bufido de desprecio. No me fastidie. Compararme a Harry Potter (sí, amiguitos, de él y sus millones de todo es de lo que hablamos) con los vampiros mariquillas que dejan brillar al sol las gemas que cubren su pecho, o con las jóvenes marimacho que se entretienen disparando flechas en distopías vagas y facilonas. Por no hablar de Cincuenta sombras de Gray, contra la que podría deshacerme en chistes malintencionados, pero creo que su ya asentada consideración de "porno para madres" me exime de ese deber. Por favor. Es Harry Potter, queridos amigos. Y la amplia mayoría de la población planetaria (eso quiero creer, que el cinismo no la haya diezmado aún) sabe que eso son palabras mayores, y que nunca habrá nada igual. 
   Qué voy a contar que no sepáis, mis queridos lectores de best-sellers. El fenómeno literario (bueno, aún no, llamémoslo comercial) que supuso la saga creada por J. K. Rowling dudosamente podrá ser igualado en el futuro, y me refiero a términos creativos, no sólo a los meramente económicos, aunque esta última sea tan rica como la Reina de Inglaterra y la Stephenie Meyer, por otro lado, diga ser mormona, por lo que seguro que violará gatitos o, qué sé yo, seguirá escribiendo. Que viene a ser lo mismo.
   El asunto es que, con el paso de los años, no pudo verse como la bendición cultural que Harry Potter, esto es indiscutible, supone. Había que ir más allá del hecho de que montones de niños que no habían cogido un libro en su vida leyeran ávidamente las aventuras de Harry Potter. Había que ser transgresor. Había que ser capullo. "Mala literatura", "Carencia de estilo", "Lectura facilona". Lindezas de este tipo, propias de gente que a lo mejor lo único que ha leído en su vida ha sido Marcel Proust y que, por lo tanto, está bastante amargada, y no ven más allá de su tiempo perdido.
   Sinceramente espero que con su último libro esta tontería generalizada escampe. Porque sí, J. K. Rowling, tras la última entrega de Harry Potter (y posiblemente la peor), ha vuelto a publicar algo, y esta vez no se trata de "Criaturas mágicas y dónde pagarlas", o de "Los sablazos de Beedle El Bardo", no. Es una novela independiente, se llama "Una vacante imprevista", y en la contraportada dice ser para adultos. Oséase, que J. K. Rowling, o se corona, o se va discretamente al carajo.

Este zagal no ha tenido tanta suerte alejándose de Harry Potter. Porque, quiero decir, sigue siendo Harry Potter, en pelotillas, al lado de un caballo blanco, ¿no? ¿Es eso?

   Y ya adelanto que mi estimada señora se ha coronado. Y deseo fervientemente que, al tratarse de una novela "seria", haga salir de su error por fin a esos críticos que la leen por encima del hombro, o ni eso.  Porque, a ver si se os hace la boca agua, esta nueva obra va de crítica social, de ambientes marginales, de drogas, de sexo, de adolescencia problemática y de, ante todo, mucha infelicidad. Nada que ver con Hogwarts o con sus mágicos habitantes, tan positivos y valientes, si acaso con Severus Snape, quien, como todo el mundo sabe, supone el mejor personaje de todos ellos. 
   Se trata de una historia coral, que examina las vidas y miserias de los habitantes de un pueblecito llamado Pagford. Un concejal acaba de morir, y su plaza vacante será disputada por varios de los conciudadanos. Claro está, sólo es un punto de partida, uno que permita que ya afloren los primeros recelos y se fragüen las primeras intrigas. Llevándolo al terreno hitchcockiano no devendría más que un mcguffin y, he de decir, uno de los más eficaces que he experimentado, pues al final del libro cuesta creer que todo lo narrado haya tenido un comienzo tan sencillo y frívolo. 
   La historia, como únicamente comprobará el lector cuando llegue a su final, está admirablemente ensamblada, y se nota en ello la mano de su autora (la recordaba en muchas ocasiones cuando, increpada sobre el final de las aventuras del niño mago, ella respondía que "lo tenía todo pensado", y que "el primer capítulo fue lo primero que escribió"). Aparte de este aspecto, no tan excepcional como podría parecer en un principio, se nota el estilo de Rowling (para todos aquellos que digan que no tiene de eso), en la creación de personajes.
   Todos y cada uno de ellos tienen sus luces y sombras, más de estas últimas, y las relaciones entre cada uno de ellos están descritas de un modo inmejorable. Por mencionar a algunos, iré a mis favoritos, que no es que me caigan bien (ninguno, creo, caerá bien a nadie totalmente), pero sí son los focos de las tramas más interesantes. Empezamos por Stuart Fats Wall, una especie de Holden Caulfield con mucha más mala leche; inmediatamente después está su apocada madre, Tessa Wall, orientadora del instituto y, creo, el componente más positivo del retablo; Samantha Mollison, una mujer amargada y sarcástica que desprecia a su marido, el cual se va a presentar a la plaza vacante del concejo; Andrew Pryce, el mejor amigo de Fats, cuyo padre le maltrata; Sukvinder Jawanda, una chica hindú que sufre de dislexia, bullying y tendencias suicidas (la alegría de la huerta, vamos); Kay, la neurótica asistente social; o Krystal Weedon, sin duda el personaje más trágico de todos, y eso, creedme, es decir mucho.
   No debiera, sin embargo, enumerar los conflictos entre cada uno de estos personajes, no sólo por el trabajo que me llevaría sino porque la proliferación de éstos es una parte primordial para la experiencia que J. K. Rowling nos propone. Una vacante imprevista se va desarrollando poco a poco, presentando a los personajes, con unas primeras 100 páginas que pueden hacerse, para qué engañarse, bastante aburridas. Este tedio puntual, necesario, será compensado con creces, sobre todo llegando al tramo final, que supone, sin temor a equivocarme o a exagerar, de lo más descorazonador y deprimente que he leído nunca. 

"Soy rubia pero escribo sobre la naturaleza humana, y me sale que te cagas, por cierto"

   Una vacante imprevista es un libro muy chungo, amiguitos, y miedo me da que algún padre, fiándose sólo del nombre de la autora, se lo regale a su hijo pequeño, y éste lo lea. No ya por el lenguaje soez, o las escenas de sexo (éstas son descritas con esa típica naturalidad y aridez que ya conocemos en J. K.), sino por la experiencia global de la lectura. Hasta el más amargado lector de Proust llegará al final de la novela sin aliento, indefenso, atrapado en una lectura que, de tan adictiva como acaba revelándose (eso no es nuevo tampoco, ¿verdad?), no podrá dejar ni aunque quiera, ni aunque se harte de una visión tan real y pesimista de la condición humana.
   ¿Alguna pega que ponerle? Pues la misma que, en su día, le puse a la película Network, de Sidney Lumet (un trabajo que tampoco era de arte y ensayo precisamente). La novela peca de tremendista, y por momentos llega a ser difícil de creer que todos y cada uno de los personajes sean tan miserables, o tengan tan mala suerte (como cuando uno de ellos revela ser un pedófilo en potencia, que ya era lo que faltaba). Como en Network, que si no la habéis visto tenéis un gran pecado que expiar, a veces no vendría mal un poco de mesura. Algún personaje que diera buen rollo, que añadiera un punto de racionalidad. Pero nada.
   En todo caso, este ansia por deprimirnos fue una decisión plenamente consciente de J. K. Rowling, a quien ahora respeto más si cabe. Quiso hacerlo así, quiso hacer algo radicalmente diferente, y mejor no podría haberle salido el empeño. La demiurga del niño mago ha sabido huir de la sombra de éste lejos, muy lejos, y el esfuerzo por no encasillarse le ha salido redondo, al menos literariamente. 
   Porque, en efecto, hablamos de literatura. Cojones ya.

viernes, 21 de diciembre de 2012

De tangos, romances y egos

Escribo estas líneas a la víspera de que el mundo se acabe, y las enfoco como la rúbrica de un testamento impersonal y desencantado, como una broma irrelevante que se ahoga en su propia estupidez y diáfano desconocimiento. Hablando en plata, que los mayas me la traen bastante floja, y que si no os molesta ni estáis ocupados abrazando a vuestras familias, consumando extremaunciones o pagando a lumis para que os desfloren de una santa vez, voy a hablaros del último libro de Arturo Pérez-Reverte. 

Los que hicieron este cartel están muertos

   Dicho caballero, imagino, no necesita presentación alguna por mi parte, y no sólo por ser uno de los autores más leídos de nuestro país, sino también por su, cuanto menos, peculiar personalidad, que encuentra periódico desahogo en una columnita de El Semanal y en el bar de una tal Lola. Sí, porque resulta que también es periodista, o lo fue, volviendo, tras varios años cubriendo conflictos armados, a su querida España para ponerla de vuelta y media al mismo tiempo que proclamaba cuánto la amaba y se lamentaba de su suerte. Últimamente, claro, esa bilis que siempre se empeñó en derramar justificadamente sobre nuestra patria no resulta tan transgresora, sino que ha devenido en más de lo mismo, pero conservando su gracia. Porque nadie insulta a los señores ministros, senadores y gente de similar calaña como Pérez-Reverte, nadie se caga con tanto ingenio en la basura que el día a día deposita en nuestra puerta como Pérez-Reverte, y nadie tiene un ego tan grande como Pérez-Reverte. Un ego tan grande que cuando nuestro estimado literato procedente de Murcia (y no del País Vasco, como cuenta la leyenda) viaja en avión ocupa dos plazas. De ventanilla a ventanilla.
   Y a pesar de que se dedique a escribir best-sellers (en verdad es una tragedia que sus libros se vendan tanto, ¿no?) es un escritor como la copa de un pino, que con el paso de los años ha ido puliendo un estilo personal, caracterizado por la mala leche, los diálogos afilados y más mala leche aún. Ahí tenemos la saga de El capitán Alatriste que, aunque no logre que los niños dejen de ser cada vez más imbéciles, se lee en las escuelas, algo así como pedagógicamente. También tenemos esas dos pequeñas joyas (que también deberían ser lecturas obligadas para los infantes, y resumidas con la ayuda de El Rincón del Vago, o con lo que sea que haya ahora), llamadas La sombra del águila y Cabo Trafalgar. La reina del sur (inspiración de un culebrón venezolano en el que Pérez-Reverte también se cagó en su momento), La piel del tambor, El húsar (su primera novela, escrita cuando llevaba gafas y no imponía ningún respeto), El pintor de batallas... Todos sus libros, con excepción de El asedio (un ladrillo de proporciones históricas), merecen la pena, y están muy bien escritos.

Jijijijijiji

   Todos éstos ahondan en el tema por antonomasia de Pérez-Reverte: lo crueles y lo imbéciles que todos, intrínsecamente, somos. Ya sabéis, que el hombre es un lobo para el hombre, que es el animal que más se parece al ser humano, etecé. Puede recurrir a episodios históricos o a enrevesadas tramas policíacas, pero siempre acabaremos en un punto común, y aquella frase que dice que un autor siempre escribe la misma novela nunca será tan cierta como en el caso de Arturito. O a lo mejor no.
   Porque su último libro, El tango de la Guardia Vieja, me ha sorprendido bastante, en ese aspecto. Pérez-Reverte quizá será capaz de reírse de un pobre ministro que llora, pero eso no quita que tenga su corazoncito. Y es que, por primera vez en su (gran) trayectoria literaria, ha escrito una historia de amor completa, desesperadamente romántica, una tragedia encantadora de ésas que, mientras discurren y se complacen en ponerle todos los impedimentos posibles a los protagonistas para que no acaben juntos, te vas enamorando de ellos. Tanto de él, Max Costa, un ladrón de guante blanco que, según Pérez-Reverte, está buenísimo, como de ella, Mecha Inzunza, una aristócrata de moral descuidada y selectivas perversiones. Cómo no, esta última está casada (con un compositor de tangos, para más señas), y busca emociones fuertes, encontrándolas en un, aparente, bailarín profesional a bordo de un crucero que va hacia Buenos Aires. Como podéis observar, la estampa no podría ser más romántica, más folletinesca, y eso que aún no os he hablado (ni lo voy a hacer, leeros el maldito libro) de la trama de espionaje, de los callejones de Buenos Aires, de la Guerra Civil o de la Guerra Fría focalizada en campeonatos de ajedrez.

Cara del escritor cuando los académicos de la RAE le preguntaron: "¿Qué prefieres, T minúscula o T mayúscula?"

   Todo eso, y mucho más, es lo que el lector se puede encontrar en El tango de la Guardia Vieja, una novela que se aleja, desde su misma premisa, de lo típico que nos suele ofrecer el autor (apenas hay tiros, o grandiosos insultos), pero que no deja de ser revertiana como la que más, con todo lo bueno y lo malo que eso nos deja. Así, encontramos diálogos sublimes, ricos en frases épicas (Max Costa es un grande, y a veces cuesta creer que sea tan ingenioso), y personajes complejos, atractivos y sumidos en ese aura de dignos perdedores a la que el bueno del autor nos tiene acostumbrados. Y, también, nos encontramos con descripciones demasiado prolijas (el tío es como Tolkien, pero en vez de estudiar puertas pintadas de negro se dedica a contarnos EN TODO MOMENTO como están vestidos todos y cada uno de los personajes) y soluciones argumentales efectistas que acaban acusando demasiados cabos sueltos (el asunto del espía republicano podría haber dado más de sí). 
   En fin, pero Pérez-Reverte es como es, y yo le quiero como es, del modo más heterosexual posible. Sobre todo ahora que parece saber escribir sobre el amor con innegable acierto, y con una inédita sensibilidad (hay pasajes según acabamos que llegan a ser hasta poéticos). Además, sigue sumergiéndonos en épocas y ambientes como nadie (me río yo de Ken Follet y de sus libros sin fin), y su minucioso y usual trabajo de documentación vuelve a lograr que sepamos más cosas sobre temas que ni siquiera sabíamos que nos interesaban (como el tango o el ajedrez, del que ya hizo su tesis doctoral en La tabla de Flandes). Sólo queda proclamar este libro como uno de los más conseguidos del autor, y reiterar mi orden de que lo leáis en cuanto tengáis ocasión, antes de que se vuelva a acabar el mundo y tal. O eso, o Pérez-Reverte os insultará por Twitter. Vosotros veréis.

lunes, 29 de octubre de 2012

Malhaya sean los carteros que no traen nada para mí

sé que lo que vais a leer a continuación (si seguís leyendo) es difícil de entender. lo hubiera intentado hacer más simple, pero no me gusta masticaros la comida. no soy de esos. si no podéis por cualquier razón, dejad de leer y mandadme al carajo. no os voy a juzgar por ello (no sería justo porque no sois los primeros). es básicamente que no se escarmienta en cabeza ajena y esta experiencia, supongo, sólo la he tenido yo de todos cuanto leeréis esto. por eso es difícil. pero gracias:



acabé hace tiempo, un tiempo relativo, dos libros que, de una forma y de otra también, cambiaron mi concepto de la espera. la espera como momento absurdo del día. también es romántico, idiota y enérgicamente cercenado de energía y todo eso. al menos hay gente que lo dice así. la espera como solución, que no como principio, que es lo que suele, ya nos pese, ser. ya nos pese, digo, sin medidas, porque hay cosas que no tienen medición: la pasión, la soledad, la espera. porque aunque puedas decir 'llevo esperándote 17 minutos', no sabes el tiempo que llevas queriendo esperar esos 17 putos minutos. haría falta tal vez sólo un ejemplo para que entendierais lo que quiero decir, pero hoy no estoy para ejemplos, ni para tiempos relativos, ni para absurdeces románticas ni románticos absurdos (inclúyanse en el grupo que gusten). hoy estoy aquí porque ya no hay sellos, ya no hay lacre fundido y ya no hay locos.


EL PRIMERO

las cartas que espera 'el coronel' en 'el coronel no tiene quien le escriba' son cartas de salida. pero no hay un ¿de dónde? para responder. sólo le llegaría esa carta y sería otro. o, bueno, pensándolo mejor, no sería otro: cambiaría. a mejor. todo cambia a mejor. las sinopsis me aburren en el poco tiempo que tardo en leerlas así que os la omito, los resúmenes cometen el pecado de hacer realidad la ficción (pido la voz y la palabra para quemarlos), y si quieren, por tanto, saber de qué va el libro, cómprenlo. leánlo, en tres días. sólo diré que habla de un matrimonio y sus 17 minutos. ese matrimonio es el pozo de la nostalgia, la cuerda está ahí, no la cogen y nunca viene el pozero (la carta) que les saque de esa inquebrantable y ya rota 'su historia'. la de ellos. ¿dónde está el hijo? ¿quién comerá mierda? ¿quién alimenta al gallo para alimentar a quién? cartas de salida de una vida de periódico y paseo, de mosquitera y zapatos de domingo, de amor y de puerto (que es lo mismo). es de Gabriel García Márquez. hay muchas ediciones. os recomiendo el papel amarillento, que huela, que vuelva ásperas las puntas de vuestros dedos que no se cartean con nadie.

(aún os admiro por seguir leyéndome en mis delirios)

de repente, cuando lo acabé, no advertí nada: no advertí el fruto de un amor con la cimiente en los años pasados, no advertí las ruinas y que las formas de correspondecia actuales son como los mensajes privados de las redes sociales, en donde la cultura del telegrama barato ha privado a la sociedad de un nuevo método romántico de espera. pero así esas cartas modernas se vuelven cartas de transición entre que quien la envía y quien la recibe puedan ser dos personas que viven uno al ladito del otro. o incluso que duermen juntos. las cartas hay que enviarlas a gente que esté a tomar por culo. telegrafiadas en máquinas de escribir. sin mayúsculas para ahorrar. o manuscritas y perfumadas.

EL SEGUNDO

'ardiente paciencia' era el título original de lo que todos conocen como 'el cartero de Neruda', un libro ejemplo de otros libros. es de Antonio Skármeta. hay una película, pero no la he visto. yo me identificaba con mario jimenez, un entusiasta joven cenutrio que se inspira en/copia a su maestro Neftalí Reyes aka. Pablo Neruda (y por ende  Matilde Urrutia). Ella. a quien va dedicado el libro. a quien deberían estar dedicados todos los libros. con este libro vi cuan gilipollas era intentando hacer algo ya hecho (ser Neruda). o, de otra forma, hay que ser uno mismo en los aspectos más nauseabundos de la vida. hay que amar como a ti te salga amar, hay que escribir como tú quieras escribir y hay que recibir las cartas que a ti solo y sólo te manden.


(aún os admiro)

a mí este libro me lo regalaron y aún hoy no sé si era así como se reciben las misivas. a mí me ardían las manos y me sentía como perdido. un efebo en el mundo mágico de las cédulas. pero reconozco que leyéndolo me fui haciendo más infantil, más torpe si se pronuncia como leyendo el poema 'Tu Risa'. las de este libro eran cartas de llegada donde la vida. vida de playa y cantina. de pluma y folio. de pluma y aves. buenas cartas.




las cartas no llevan fotos y así yo las deifico y os la entrego. os la mando. las cartas son dificultosas, para leerlas una y otra vez, como así os la envío. y ya está. esto es todo lo que tenía dentro. el otro día utilicé mi dedo como abrecartas carnal y todo lo que decía lo de dentro era 'Estimado Señor miapellido' y sandeces varias sobre números bancarios, seguros y de nuevo el estimado miapellido que no se parece en nada a mí. eso no es una carta. Yo nunca he recibido una carta.

martes, 3 de julio de 2012

Cómo entender a Haruki Murakami en 10 cómodos pasos

Hoy vengo a hablaros de Haruki Murakami, el autor de moda, ése cuyos trabajos tanto os gusta mostrar como quien no quiere la cosa en el metro mientras os ajustáis las morrocotudas (grandioso apelativo a reivindicar) gafas de pasta, y calculáis si tenéis suficiente dinero para que, poco después, os atraquen en el Starbucks y toda la gloria, la pompa y el laurel sean vuestros. Por lo tanto, igual os habéis leído alguno de los libros a comentar, e igual este artículo, por fin, no va a caer en saco roto. Es un motivo de celebración, pero que igual se indispone con la idea que tengo de cara a enfocar la empresa. Aún así, por si alguien no ha leído nunca a este escritor japonés y tiene interés de meter baza en la próxima conversación que medie entre cappus y moccas, ahí va una Guía paso a paso para entender a Haruki Murakami. Desinhibida, desinteresada y desengañada, dirigida tanto a vosotros como a los adolescentes angustiados que seguís siendo. 

"Cómo no, también me gusta el jazz"
  
  -PASO 1: No te cabrees con el protagonista de la novela de turno, aunque cueste. Es una verdad sintoísta que el personaje que lleve el peso de la acción siempre ha de ser soso, soseras, sosísimo; un tipejo tan normal y tranquilo que, opositando contra toda la esquizofrenia onírica que inexorablemente le rodeará, va a conseguir sacarte de quicio. Tengo, Tooru Okada, Kafka Tamura, el petardo de Tokio Blues... todos se pasan las páginas como alelados, amodorrados, más inexpresivos que Keanu Reeves y Ryan Gosling jugando a aguantarse la mirada. Como honrosa excepción, eso sí, tenemos a la heroína de 1Q84, Aomame, una gran creación literaria, indiscutiblemente.
  -PASO 2: Moléstate en conocer a los personajes secundarios. Ellos son realmente la salsa de todo el imaginario del autor, entes de carácter errático e impredecible y poseedores de un encanto tan bizarro como fascinante, no limitado (no siempre) a decir frases molonas que no significan nada. Tenemos al viejo autista que habla con los gatos y a su joven discípulo Hoshino en Kafka en la orilla; a la absolutamente encantadora May Kasahara en Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, al pérfido y listísimo agente literario de 1Q84, a la sombra del protagonista de El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas... entre muchos otros ejemplos.
  -PASO 3: Haz oídos sordos de esa falacia conocida como "el universo Murakami", tan sensacionalmente extendida. Supuestamente en él se enmarcan todas las historias, o lo que sean, del escritor y, bien, eso es una chorrada. Algunas novelas comparten personajes y épocas, como Crónica del pájaro que da cuerda al mundo y 1Q84 con respecto al entrañable Ushikawa y a la década de los 80, pero esto no es más, creo yo, que un aspecto anecdótico. A no ser que consideremos el prolongado consumo de estupefacientes y las imprescindibles idas de olla como suficientes para conformar un "universo".

La rata simboliza lo que es obvio

  -PASO 4: No esperes que todos los misterios con los que te va obsequiando cada historia se resuelvan. En el mejor de los casos, si se da alguna explicación, es una muy vaga y muy proclive a que pienses que te están tomando el pelo, en plan "Claro, esto es así porque Fulanamamoto ha arrastrado a Menganokuchi a otro plano de la existencia, al que sólo se puede acceder desde el fondo de un pozo escanciado con leche de yak mientras reproduces al revés todas las canciones de las Nancys Rubias... qué mono que tengo, tú".
  -PASO 5: Piensa que todo parece siempre más complicado de lo que es en realidad. Observadas desde una específica, y muy cómoda, perspectiva, todas las rarezas y absurdeces de los argumentos de Murakami son metáforas pasadas de rosca que enmascaran una trama sencilla y reconocible para todos los seres humanos. El ejemplo más claro, y más cómodo, es Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (la última vez que transcribo su título completo), que nos narra, básicamente y eso quiero pensar, los sentimientos de un hombre al que su mujer le ha abandonado, y trata de sobrellevar su soledad metiéndose en las drogas. No hay más. Si partes de esto y te limitas a disfrutar de la magia y la poesía que construye nuestro amigo de ojos rasgados a partir de esa situación, ni te cabrearás ni desearás salir disparado a leer una novela de Dan Brown.
  -PASO 6: No hagas ni puto caso de las profecías. Bañar las rebuscadas tramas en el halo de la mística y el milenarismo es una tentación en la que los autores mal llamados existencialistas (con Paulo Coelho a la cabeza del colectivo) suelen caer. En el caso de Murakami esto no tiene la menor importancia, porque en su obra o suelen equivocarse (manda güevos), o te las recuerda amablemente en el momento en que se manifiesta su validez, para demostrar que lo tenía todo pensado. Dicho esto, el uso que hace de las profecías en Kafka en la orilla es una vergüenza. Y punto.

El mejor libro y la mejor portada, y Batman está de acuerdo conmigo

  -PASO 7: Has de saber que Murakami no es precisamente alguien con un estilo reconocible. De hecho, su narración es simple, lineal y entretenida hasta niveles de curso de primaria (supongo que ésa es la razón de que pergeñe best-sellers y no se sonroje por ello). Todo está escrito muy natural y muy tranquilamente, y habría que destacar las, abundantes, escenas de sexo en este punto. La complejidad, pues, no radica en un asunto de forma, sino de contenido. Puedes leer cualquier novela de las suyas de pé a pá sin el más mínimo coste de concentración, distrayéndote incluso y sin que puedas, en lo sucesivo, contestar cómodamente a la pregunta "¿Y de qué iba?".
  -PASO 8: Si eres un tipo culto e instruido, o te las das de serlo, Murakami te va a caer simpático. También si te gustan los gatos. Son incontables las referencias a la cultura popular, en materia de cine, música y literatura, y la muestra específica la obtenemos del subtítulo de Tokio Blues, Norwegian Wood, del que espero no sea necesario aclarar que proviene de una canción de los Beatles. Y por cierto, éste es el peor libro de Murakami con diferencia. También el más normal, no sé si tendrá algo que ver...
  -PASO 9: Disfruta de los diálogos y las reflexiones filosóficas. Murakami es de esos pensadores modernos a los que da gusto leer, porque en verdad elabora pasajes reveladores y genuinos, de ésos que te sacan una sonrisa tipo "Jo, qué bueno, qué listo me voy a volver leyendo esto". Sí, hay una buena cantidad de frases y diálogos dignos de enmarcar, teorías y pensamientos extraídos de la vida cotidiana y que te disparan de golpe, sin que te lo esperes, con la guardia baja entre tanta prosa, en apariencia, normal y tirando a mediocre.

"¿Cómo se llama el país que cuando ríe explota? Ja-¡PÓN!"

  -PASO 10: Sobre todo, disfruta de la atmósfera y de las imágenes. Aquí ya voy a desbarrar un poco. Murakami es a la literatura lo que David Lynch al cine: un escritor muy visual (esperad que me explico), en el sentido de que posee el don de conseguir que unas imágenes muy nítidas se desprendan de la narración y asalten tu cabeza. Unas imágenes, dicho sea de paso, tremendamente bellas y sugerentes, ávidas en melancolía y misterio, parcas en descripciones, impresionistas. Y con las que sientes cosas. El desenlace de El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas (otro título enervante), con el protagonista medio dormido en su coche, al atardecer, escuchando a Bob Dylan. El interludio de Crónica... (esta vez no), con Tooru sentado en el fondo del pozo, una tenue luz sobre su cabeza, reflexionando. 
   Y, especialmente, el inicio de 1Q84. Fue el primer libro que me leí de Haruki Murakami, curiosamente, y con seguridad creo que no podría haber empezado mejor. En él, la ya citada Aomame sale de un taxi en pleno atasco de la autopista y desciende como sin darse cuenta a un nuevo mundo, en el que todo es posible pero no todo tiene una explicación racional. No se me ocurre mejor metáfora para ilustrar la obra de Murakami. A él, seguramente, tampoco.

lunes, 2 de julio de 2012

Pues llévate esta


Me han regalado un libro. Un gran libro, bueno, a mí me lo parece. Iba a escribir sobre lo interesante que ha sido el haberlo descubierto y cómo estoy disfrutando con cada página, pero luego he caído en lo prepotente que eso sería. Y no porque una crítica parta de la base de que lo que escribe el autor es la única verdad, que también, sino por el trasfondo de falsa cultura que se está imponiendo.

Jajajaja, teta, ha dicho teta
¿Y qué es la falsa cultura? Pues, muy bien, querido amigo lector, te lo voy a explicar. Nadie descarga porno, todo el mundo ve documentales de la dos y no hay un alma al que le guste crepúsculo. Muy bien, y un cojón muy bien, de eso nada!! FALSO!!! Tan falso como la teta izquierda de Pamela Anderson, y no hablemos ya de la derecha. Parece que nos avergonzamos de hacer ciertas cosas porque hay un elitismo que está ahí, latente, continuamente recordándonos que hay personas diferentes que son mejores que nosotros. Pues, dato relevante, los pedos de los bohemios huelen tan mal como los tuyos, como los nuestros.

Me fastidia, y mucho, que se me considere mejor o peor por lo que yo decida hacer, pero ante todo que me haya planteado ocultar o avergonzarme por algo como es la lectura. Yo leo best sellers, matadme, en serio… ¿no? Bueno, pues ya que habéis decidido dejarme con vida proseguiré con mi alegato – Protesto – DENEGADA. Creo que, para poder opinar en contra de algo, primero hay que saber sobre lo que se está opinando. No puedes criticar a un autor sin haber leído ni uno solo de sus libros o, al menos, haberlo intentado.

Además, la cultura está para enriquecer a la persona, mas no hemos de olvidar que hábitos como leer o ir al cine también están para entretener. No podría vivir viendo continuamente películas del todo predecibles, pero todavía no se ha despertado tampoco mi curiosidad por el cine iraní. Me gusta lo que me gusta y cuando decida que me apetece experimentar y ver una película checoslovaca, a lo mejor me enamora. Hasta entonces seguiré guiándome por lo que me ha conmovido y, por supuesto, por las recomendaciones de la gente que yo considere de bien. Nunca me ha ido mal así, de hecho, así es como voy ampliando lentamente el ámbito cultural al que accedo, pero nunca por imposición.

Como buena lectora de cultura masiva no debería reconocer que pocos libros me han gustado tanto como los que los profesores nos obligaban a leer en el colegio o aquellos que algún familiar leyó en su juventud. Pero entre los grandes escritores (hablando por caché) hay de todo, como en botica, y a los que dicen que Ken Follet es muy simple les contesto que tiene unas escenas de sexo increíbles y que lo facilidad con la que consigue describir cada ápice de una realidad tan lejana es mágica. Claro, ahora pensaréis: "y Crepúsculo, ¿no irás a defender Crepúsculo?" Pues no, es una pastelada, pero repito que me los leí y que, al igual que los libros de Moccia, me dejaron con una sensación de vacío. Y eso es lo peor que puede conseguir un libro, no aportar nada, como muchos acaban haciendo, ya sean conocidos o no.

Paul Auster, ¿No os recuerda a un sapo?
Sin embargo, sean simples o no pueden hacer mella en una persona por cualquier nimiedad. Así, he de agradecer a J.K. Rowling mi hábito por la lectura. Soy friki, tal vez, también gracias a ella. Mi opinión es que todo aquél que consiga que una persona espere comprar otro libro suyo con ansiedad, tiene algo, tal vez solo sea un buen marketing, pero no me gustaría pensarlo así. Si un libro consigue hacerte reír, imaginar, soñar o si es de los pocos que te hace reflexionar, merecerá la pena por algún motivo.

Y aquí es donde digo, de nuevo, que estoy leyendo un libro, un libro que me está gustando bastante, un libro que me han regalado. Pero, como la cultura es subjetiva y a nadie le gustará lo mismo que a mí, porque yo soy diferente, especial y una cateta incomprendida socialmente, solo diré que un saludo para todos y que disfrutéis con vuestros documentales de la 2, que yo ya estoy decidiendo cuál será mi siguiente libro de Paul Auster

sábado, 16 de junio de 2012

Ni se os ocurra retwittear esto

De cara a buscar un enfoque para el tema del cual os quiero hablar, como en mi fastuosa carrera me están enseñando que siempre he de hacer previo a soltar las mierdas ególatras y egocéntricas indispensables para sacar adelante un artículo de opinión (consúltese la entrepierna de Arturo Pérez-Reverte al respecto), la tarea se revela algo caótica. Porque La elegancia del erizo es una novela que a nadie dejará indiferente (o eso nos harán creer), y su naturaleza de best-seller francés (que asegura buen gusto), de historia sobre la vida (que tanto le gustan a Terrence Malick), y de cuento améliesco (que me acabo de inventar), asegura que, aunque se te atragante y te lo leas sólo presionado por la insulsa comunidad intelectual del momento, tengas que hablar de él y proclamar que su lectura ha enriquecido tu espíritu hasta límites insospechados. Porque cómo no suspirar extasiado ante un párrafo así:

Extraño concepto este de la supuesta ignorancia o inconsciencia de uno al hacer o decir algo. Para los psicoanalistas es el fruto de las maniobras insidiosas de un inconsciente oculto. Qué vana teoría. En realidad es la marca más visible de la fuerza de nuestra voluntad consciente que, cuando nuestra emoción se erige como obstáculo, recurre a cualquier ardid para lograr sus fines.

"¿Mandeeeeeeeeee?"

   Si este recorte del libro de ética os ha dejado indiferente, enhorabuena, sois seres humanos. Pero es con la asimilación y exaltación de cosas de éstas cuando la tontería se extiende y dibuja un entorno cultural no ya en decadencia si no en plena caída libre, en el que está tan de moda meterse con los tochos de Dan Brown y Ken Follet (siendo este último, mal que nos pese, el que mejor ha sabido describir una escena de sexo en mucho tiempo), como defender a capa y espada libritos de semejante calidad en su conjunto pero nacidos por pluma francófona o, tomad aire, asiática. Con los latinoamericanos no me meto porque escriben muy bien, las cosas como son. 
   Partimos de la base de que un libro así, de ser español, no se vendería una mierda. Si se ha hecho tan popular ha sido de oídas y porque a una gran parte de la población le gusta eso, comprar libros de títulos originales y mostrarlos como quien no quiere la cosa en el metro. En esta estela tenemos los libros de Millenium (más malos que un dolor), la bibliografía al completo de Albert Espinosa (donde en ocasiones el título acumula más palabras que el volumen en sí), la trilogía del amor toscano de Federico Moccia (compuesta por Perdona si te llamo amor, Perdona pero quiero casarme contigo y Perdona pero te la voy a meter por el culo), y los delirios psicotrópicos de Haruki Murakami, que no es que tengan encabezamientos raros pero son japoneses. ¿Veis? Los españoles no somos unos catetos, es cosa de la mala publicidad que nos hacen Almodóvar, Eurovisión y (sí, algún día le tenía que mencionar) Marianico. Somos de lo más cosmopolita de Europa, y leemos novelas de nacionalidades cualesquiera, exceptuando la británica y/o estadounidense. Los de Juego de Tronos no cuentan.
   Y para pasar por el aro no tenemos más remedio que leer y paladear (porque es de estos libros donde las palabras, las frases y los manchones de tinta han de ser saboreados cual ínfimas viandas de nouvellé cuisine) cosas como La elegancia del erizo. En ésta tenemos a dos personajes que llevan el peso de la acción (si consideramos que hay tal cosa). Por un lado está Renée Michel, la portera cincuentona de un bloque de pisos en el que todos son muy ricos, neoliberales y repelentes (porque como quieras ser transgresor y no le des caña a la burguesía lo llevas claro). Ésta, bajo su fachada vulgar, esconde una inteligencia extraordinaria; lee a Tolstoi y a un montón de filósofos, ve películas japonesas que no son de Kurosawa (por suerte para ella), y tiene una cultura musical apabullante, que va de Mozart a Eminem (sin coñas). Un personaje complejo y con un dilema enorme que le impide mostrar al mundo sus excepcionales facultades por miedo a que se repita alguna chorrada que acaeció en el pasado. ¿No os dan ganas de llorar? A mí tampoco.

O "El arte de vender churros colocando a la Torre Eiffel en la portada"

   Por otro lado tenemos a Paloma Josse, una niña súper dotada de 12 años sin cuya presencia el libro habría ido a la basura sin contemplaciones. Pertenecen a esta chiquilla los mejores fragmentos de la novela, aquéllos en los que expone sus reflexiones sobre el absurdo mundo de los adultos y madura la idea de suicidarse un día de éstos. Quieras que no, eso tiene su gracia. El otro personaje importante es el señor Kakuro Ozu, un señor muy listo y muy educado al que tampoco le gusta Kurosawa. Su llegada al vecindario causa un revuelo increíble, por supuesto, más que nada porque es japonés, y todo lo japonés mola.
   La narración no bien ha presentado los personajes cuando bruscamente concluye, y descubres que apenas ha pasado nada (excluyendo el final, tan dramático como burdamente efectista). Algunos podrán argüir "Lo que importan son las imágenes filosóficas, no los hechos narrados". Qué daño ha hecho Paulo Coelho. Sin faltar a la señora Muriel Barbery, la autora, porque indudablemente está bien surtida de ingenio y sabiduría, ¿vamos a considerar un libro como bueno sólo porque sea filosófico y profundo de cagarse? Cambiemos "libro" por "novela" y proclamemos con total impunidad que en una buena, una novela genial que trascienda a la vida, al ser y al Espíritu Santo, la filosofía se ha de extraer del contenido, no acaparar egoístamente la totalidad de éste. Shakespeare, Cervantes, Dostoievski, Cortázar... éstos sí consiguen que su prosa rezume filosofía sin mentarla una sola vez, y supongo que por eso son los artífices de aquellos clásicos atemporales que nunca está de más revisitar (¿por qué nadie lee a Dostoievski en el metro, copón?).
   Por el contrario, si quieres escribir filosofía per se, haz como el insigne Emmanuel Kant: reclúyete en tu casa, no te relaciones con nadie, mátate a pajas metafísicas y publica un montón de cosas que nadie leerá pero que aglutinarán en sus páginas todo el saber del mundo contemporáneo. Pero no las disfraces de best-sellers, por favor. Que igual te las compran. O hacen películas inspiradas libremente en ellas como, de hecho, ha ocurrido con la obra que nos ocupa.

El título fílmico despoja de toda elegancia al original literario............ ¿demasiado sutil?

   Resumiendo que igual me estoy explayando, ¿es La elegancia del erizo un mal libro? Realmente no, pero como novela deja bastante que desear, en cuanto a que no tiene una trama consistente ni unos personajes demasiado interesantes (con la honrosa excepción de Paloma). Todo en ella desprende un tufillo intelectualoide que igual les pone burros a los modernillos, pero que a mí me repatea bastante. Luego la gente alabará su feroz crítica a las desigualdades sociales, su canto a la vida y al Arte (ni se os ocurra ponerlo en minúsculas)... Lo de siempre.
   Y es un poco lo más alarmante de todo. Que parece que, en la actualidad, ya no quedan buenas ideas que traspasar a la literatura. Entre ésta, el cine y lo mal que está todo de por sí, parece que ya se han agotado los temas. Dicen por ahí que la crisis agudiza los ingenios y las creatividades del pueblo llano, que como no trabaja, le da por pensar, pero qué queréis que os diga, yo el mayor derroche de elocuencia últimamente nada más que lo veo por Twitter. Y eso es un despilfarro, una vergüenza y un vil ataque a la memoria del Siglo de Oro, paupérrima época en que la gente, en vez de twittear y preocuparse por los RTs, los Favs y demás mamonadas de similar hondura, le daba por personificar buscones, idealizar lazarillos e impulsar quijotes.
   Así que ale, todos a escribir en un cuaderno lo primero que se os pase por la cabeza. Coño.

miércoles, 13 de junio de 2012

Pedofilia, cocodrilos y escoceses sin falda

Tú no eres como los demás. Ellos sólo quieren saber cómo atraje, dominé, follé, maté y oculté. Pero tú estás absolutamente desesperado por conocer el porqué. Quieres que te cuente que me porculizó mi padre o el párroco o lo que sea. En tu mente de pigmeo siempre tiene que haber una causa y un efecto. Pero lo único que haces es proteger a otros peleles como tú, Lennox. No puedes admitir que el hombre sea un cazador, un depredador. La sociedad civil se fundó para proteger a los débiles y cobardes, da igual que sean pobres o ricos; de los fuertes y los virtuosos, de aquéllos que tienen el valor de convertir en realidad el destino de la especie y las agallas de coger lo que desean (...). Todos los cuerpos de policía de Reino Unido estuvieron buscándome durante cinco años sin tener ni puta idea de dónde estaba. Durante todo ese tiempo yo estuve presentando quejas en la comisaría local por vandalismo o por el ruido que hacen los pubs mientras vosotros hacíais lo imposible por ayudarme...

Tan perturbador fragmento pertenece a la novela Crimen, de Irvine Welsh, un autor escocés de bastante mal carácter cuyo primer trabajo, publicado en 1993 y titulado Trainspotting, le catapultó a una fama muy merecida y bien aprovechada, con varias y prolíficas novelas y algún que otro libro de relatos que, sólo por el título (Si te gustó la escuela te encantará el trabajo), tiene que estar muy bueno. Ah, y lo de mal carácter es probable que no sea más que una licencia literaria mía, influida por la combinación de la visceral agresividad y sesudo nihilismo que transmite su obra, y de la silueta de Willie, el simpático jardinero escocés de Los Simpson.

"J.D. Salinger es un jodido boyscout comparado conmigo"

   Sea como fuere, Crimen es un libro, apresúremonos a aseverar, muy chungo. Tanto por la temática por el modo en el que está escrito. La sinopsis (y no sipnosis, como creí que se pronunciaba durante diez embarazosos años) daría cita a policías corruptos, a drogadictos y a un montón de pederastas, con varios personajes que, de hecho, coinciden en todas estas facetas; y dibujaría un ambiente malsano y amenazador, el de la turbulenta Miami de El precio del poder y de Corrupción en, exacto, Miami. En resumidas cuentas, tenemos a un policía escocés llamado Ray Lennox que acaba de resolver un complicado caso de asesinato y pederastia en su tierra natal, un caso que, por ciertas reminiscencias a un horrible suceso de su pasado (y qué bien queda siempre soltar una frase de esta guisa, ¿eh?), le ha dejado bastante hecho polvo. El señor Lennox es ciertamente un encanto de persona, drogadicto, paranoico, de mal carácter, violento y, en definitiva, con más traumas que Sofia Coppola tras abandonar el instituto. También tiene, por endosarle más clavos a la cruz, como novia a Trudi Hayes, una chiquilla guapa y simpática que le irrita cada vez más. Con el beneplácito de los lectores a este respecto, porque la pobre llega a ser verdaderamente insoportable en muchas ocasiones, con sus Oh, no, Ray, vuelve a casa; ¿Qué estás haciendo, Ray?; Ray, ¿por qué ya no me miras cuando lo...?
   Pues bien, Lennox, sin darse mucha cuenta, se ha prometido con tal enervante ser, y está de vacaciones forzadas, mientras preparan la boda, en Miami, una ciudad agobiante y absurda cuya mayor atracción, aparte de la facilidad con la que se pilla farlopa, reside en un peculiar monumento a las víctimas del Holocausto ("¿y qué cojones tendrá que ver Miami con el Holocausto?", se pregunta acertadamente nuestro protagonista). Tras su enésima discusión con Trudi, Lennox se pone hasta el culo y se despierta al día siguiente en un piso que no conoce y viéndose en la descacharrante vicisitud de hacerse cargo de una niña de diez años llamada Tianna, a la que por una serie de circunstancias tendrá que llevar al otro lado del estado de Florida (Miami) en el menor tiempo posible. ¿Excusa para forjar una entrañable historia de amistad e inéditos vínculos paterno-filiales entre un huraño policía de buen corazón y una encantadora e inocente niña? Si estuviéramos en Hollywood, automáticamente, sí, pero Irvine Welsh es un tiparraco retorcido y en lugar de eso prefiere tejer un suspense inmejorable disponiendo que Lennox y Tianna (que por cierto de inocente tiene más bien poco) se vean perseguidos por una red de pedófilos que han secuestrado a la madre de la niña y planean hacer lo propio con ésta, con intenciones más lúbricas, claro. Por el camino, Lennox deberá enfrentarse a los fantasmas de su pasado e intentar reconstruir su vida marcada. Lo típico, sí, pero mejor que nunca.
   Irvine Welsh fue el causante indirecto de que Danny Boyle dirigiera Trainspotting, una de las mejores películas que me he echado nunca a la cara, y desconozco la medida en que su guión tomó prestados pasajes de la novela, pues no la he leído, pero este tipo, de cualquier modo, los tiene cuadrados. Crimen rezuma toda la energía y violencia de la que, Ewan McGreggor y Lou Reed mediante, hacía gala el film de Boyle, con unos diálogos rápidos y soeces, unos personajes del gris más oscuro y, sobre todo, un humor negro pasado de rosca sencillamente delicioso. Ver, si no, cuando aparece sin venir a cuento un cocodrilo gigante y hace estragos, o algunos diálogos bastante subidos de tono entre Lennox y Tianna.

El adorable cocodrilo de marras

   Además de toda esta energía que impulsa eficazmente la lectura (salvo en el bastante soporífero comienzo, que la historia tarda como doscientas páginas en despegar), Welsh consigue un logro muy importante en su caracterización de Ray Lennox. La mayor parte de la trama de Crimen (dividida en dos líneas narrativas, la del horrible pasado de Lennox y la de su atribulado presente) la observamos a través de sus ojos, y es con diferencia el personaje más trabajado y psicológicamente complejo, ganando que el lector empatice (que no simpatice, porque el tipo es, para qué nos vamos a engañar, bastante capullo) con él, y que sienta en carne viva sus golpes, sus resacas y sus paranoias. El andoba ve pederastas por todas partes, lo que se dice todas, y nosotros llegamos a sentir como nuestras sus neurosis y su tensión. Porque lo mejor del libro es eso, el genuino suspense que transmite, y es que es un no parar desde que los dos protagonistas se conocen (la niña está muy bien dibujada también, con pinceladas breves pero precisas) hasta la traca final, con tiros, hostias, sangre y más tacos, como estaba previsto. 
   Una gran novela policíaca, de ésas que aparte de estar bien escritas y conseguir enganchar (el logro máximo al que puede aspirar cualquier obra literaria) ilustran sobre temas incómodos de la actualidad, como es el caso de la pederastia, el abuso de menores, las drogas, la violencia en el deporte (sic) o incluso los trolls de Internet. Casi diría que se trata de un libro necesario, pero lo mismo es demasiado entretenido y divertido en su siniestro modo como para merecer tal consideración. Leedlo y punto. 

lunes, 11 de junio de 2012

Extrañas Melancolías Francesas

Avanzo que el post que leeréis a continuación no tiene ánimo de provocar a la postre arduas carcajadas rompemandíbulas, por lo que le aconsejo, vástago/a de inmunda meretriz, que si su intención es criticarme porque me he vuelto demasiado mainstream es preferible que se abstenga y se sodomice a sí mismo con una fregona. Todo ello con el más profundo de mis afectos, puesto que, si por algo he escrito esta entrada, es por mis cojones, los cuales han resultado ser dos de mis mejores amigos, ya que han estado conmigo en las buenas y en las malas, y eso es más de lo que pueden decir muchos. Merci y deseo su plena satisfacción.

Ejemplo de vástago de meretriz, pero de meretriz no inmunda

Cuando paseaba hace apenas unas semana por entre la multitud que (no) se dio cita en la Feria del Libro de Madrid, me dio por abstraerme de todo cuanto me rodeaba, cosa que hago más de cuando que de vez, y que funciona como perfecta sinfonía de silencio. Obvio toda la ponzoña que rezuma el charco y quedo completamente a disposición de donde mi mente, más armada que mi cuerpo, quiera llevarme.

Me cegué, enmudecí y quedé sordo conscientemente del gorjeo constante de las gentes, del ululo por entre los altos árboles de El Retiro, del piar ya alegre ya triste ya cesado de los pájaros y de la turba de otras cosas que por demasía no transcribo. Invertí ahorros de pleno derecho en un 'Crepusculario' de Neftalí Reyes y espoleé mi ser de estante en estante, como si buscara desesperadamente una forma de salir del desespero. Al final llegó el final y otro estante. Y di la vuelta y recomencé, ya más cabizbajo, como una farola, ahora buscando dónde dejé a mi camarada, que con una actitud menos frenética (qué gran diplomático o golfista perdía el mundo) aguardaba mi regreso sin saber de mi huida.

Pues como decía, caminaba yo con el pie izquierdo seguido del derecho y luego el izquierdo de nuevo, pues si lo intentas con el derecho secundado otra vez por el derecho corres el riesgo de caerte, hasta que me paré en un estante (no me preguntéis cuál pues tengo cosas más importantes en las que pensar, como en la inutilidad de un baño sin espejo). Allí, hábilmente sentenciado por la mirada del vendedor, tuve a bien comprarme un pequeño libro, impreso en una calidad óptima que no sobresaliente y de un tamaño no muy superior a las 100 páginas. 'El extranjero', de Albert Camus.

Me llamo Albert y mis amigos me llaman Albert. Con eso no se juega.


Este autor de nombre tan noctámbulo era un franchute de la quinta de Sartre & Company que con el paso del tiempo ha ganado una relevancia, que, admitámoslo, yo el primero, se ha ganado con más sangre y lágrima que con sudor, que también hubo, pero menos, porque, ya me diréis vosotros qué ejercicio digno de transpiración hay en sentarte delante de tu maravillosa máquina de escribir y hacer danzar tus dedos serpenteando las teclas que no quieres pulsar. A pesar de todo, ganó el Premio Nobel de Literatura, y, a ver, yo no soy un experto en esto, se me dan mejor los dromedarios que se creen camellos, pero para ganar eso de lo que todos hablan y nadie ha visto, algo habrá hecho. Tal vez sea el hecho de que dominara el francés ¿no? (Esta broma no cuenta con el beneplácito del autor).

Soy una portada. Hago chistes de portadas
Centrémonos. No voy a decir de qué va el libro, cuándo se publicó o quién desayunaba cereales con zumo de naranjas el día de su segunda edición. Tenéis pelos en el pubis, sois la generación de un cambio, sabéis usar Internet. Usadlo, coño. Esas cosas se las dejo a nuestro demasiado deificado Google. Yo he venido aquí a hablar de mí, de cómo este libro ha sacado de mí la inspiración necesaria para escribir esta mierda y de cómo se han ido sucediendo en mi cabeza una fila infinita de adjetivos para describirlo. Y no los he encontrado, así que me los inventó, porque tengo voz, voto y pelotas (Fuck RAE):

-Diría que este es un libro absurmoso, en donde el protagonista no es capaz de razonar el porqué de las leyes en las que vivimos, de una vida imposible de vivir e inabordable porque la realidad que le rodea es inabordable. Nuestro protagonista no entiende y no es entendido, y no se preocupa por entender y no se preocupan por entenderle. Es tal la gama de grises que nos separa a la sociedad de él que ya no vemos lo iguales que somos. ¿Qué problema hay en ser distinto, en ser un narrador omnisciente a su vez protagonista, en ser el extranjero de tu propia vida?

-Este libro abusa además terriblemente del melancolipticismo, esa rara cualidad de los filósofos para hacer de los recuerdos tristes algo bello, y de los recuerdos bellos sólo pasado. Y no es nostalgia, no es añoranza, no ves una puta pena en sus ojos, porque no la hay. Es un hombre del que te alejarías, alguien solitario, casi asentimental, como un nómada sin vocación, como una canción taciturna.

-Y por último diría que el libro es una joya de la socieapatía, ese sentimiento de no pertenencia ni a quien te toma por igual, ese voy sólo en el autobús y creo que mi vida es una película-no interrumpáis joder-, esa pasividad ante hechos que a los demás nos haría hervir la sangre es lo que nos muestra que somos más parecidos de lo que creemos y que al extraño le tenemos miedo. Y el miedo es la principal causa de desconocimiento.

Aquí os dejo la primer frase y otra más para que os hagáis una idea. Concluyo, quitándome el sombrero, tirándome en la cama, sólo, escribiendo y sintiéndome aglo distinto del que paseaba por El Retiro.

“Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: «Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias.» Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer”.



“Una vez más todo el problema consistía en matar el tiempo. A partir del instante en que aprendí a recordar, concluí por no aburrirme en absoluto. Me ponía a veces a pensar en mi cuarto, y, con la imaginación, salía de un rincón para volver detallando mentalmente todo lo que encontraba en el camino. Al principio lo hacía rápidamente. Pero cada vez que volvía a empezar era un poco más largo. Había leído que en la cárcel se concluía por perder la noción del tiempo. Pero no tenía mucho sentido para mí. No había comprendido hasta qué punto los días podían ser a la vez largos y cortos. Largos para vivirlos sin duda, pero tan distendidos que concluían por desbordar unos sobre los otros. Perdían el nombre. Las palabras ayer y mañana eran las únicas que conservaban un sentido para mí”.

jueves, 31 de mayo de 2012

Lectores con cojones

Quien llegado un inspirado y poco lúcido momento se decida a hacer un comentario sobre Rayuela, obra monumental escrita por el argentino Julio Cortázar en 1963, y tal obra le haya fascinado hasta un punto inimaginable (como le sucedió al que suscribe), por fuerza se verá asaltado por la siguiente retórica: "¿Soy digno de ello?", intercambiable por "¿Realmente seré capaz, tendré algo relevante que decir?". Porque no sólo es que esta novela (aventurémonos, inicialmente, a considerarla como tal) sea una maravilla, sino que, hablando en plata, más rara no puede ser, y de ésta se suele entender, si no yerro en mis cálculos, de la misa la media. Y esto realizando un ejercicio de fe, y petulancia intelectual , importante.
   Yo, como estoy metido dentro de la sección de "Literatura" y eso, pues voy a comenzar diciendo que creo que entiendo Rayuela en su mayor parte, aunque sea mentira (o no). Se nos introduce el libro con una retahíla de números desordenados haciendo referencia a diversos capítulos, 155 en total, y con una nota de Cortázar que te viene a decir algo así como: "Puedes atreverte a leer el libro en este orden, si tienes huevos, o leerte todos los capítulos en lógica y mediocre sucesión. ¿No te atreves, capullín?". Claro, uno se enfurece, se ha leído Los pilares de la Tierra y se tiene a sí mismo en cierta estima intelectual: así que vamos allá, se va a cagar el boludo, por vergüenza torera, challenge accepted

"¿A que no hay huevos?"
  
   Y nos encontramos frente a un argumento facilón, muy bohemio y psicológico, pero facilón. Es cierto, si Rayuela la hubiera escrito cualquier otro (alguien al que no se le fuera la olla tanto como a Cortázar y no se viera en la necesidad de elucubrar manuales sobre cómo subir las escaleras), un servidor no estaría hablando de ella como uno de los tres mejores libros que ha leído en toda su vida. Pero eso sí, los pocos personajes que se dan cita en el libro son todos prodigiosos y memorables. Veamos: tenemos a Manolo Traveler, un buen hombre y mejor amigo eternamente contrariado por el hecho de, irónicamente, no haber salido de Argentina en toda su vida; a Talita, su abnegada esposa, farmacéutica y de gran ingenio; a Ossip Gregorovitch, un joven y enamoradizo intelectual muy dado a las mentiras descabelladas que oscurezcan su pasado y lo suman en el atractivo de la ambigüedad; a Morelli, huraño escritor admirado por los protagonistas e, inequívocamente, álter-ego de Cortázar en la novela; y, sobre todo, a la pareja principal, dos personajes ya clásicos de la literatura, cuando menos, hispanoamericana: Horacio Oliveira y La Maga. El primero es el protagonista absoluto de la obra, haciendo de vez en cuando de narrador, y siendo el hilo conductor de la historia (al desarrollarse tanto en París, del lado de allá, como en Argentina, del lado de acá), un hombre, en pocas palabras, demasiado inteligente para ser feliz, con un sentido del humor muy peculiar del que sólo suele disfrutar él, y que daña instantánea y automáticamente a cualquier persona que se atreva a quererle. Y, por otro lado, tenemos a La Maga, llamada Lucía en realidad, un personaje, y la redundancia es imprescindible, mágico, del que es imposible no enamorarse, y no odiar a Oliveira por el modo en que le trata. Pertenece a su protagonismo uno de los capítulos más conmovedores de la novela, en el que le escribe una carta a su bebé Rocamadour que sólo podrá leer ella, y en el que sentimos como nuestros toda su pena y todo su amor de madre.
   Por desgracia, esta amalgama de personajes no constituye, ni mucho menos, el tema central de la novela, la cual Cortázar, incluso, impulsa a los lectores más valientes a leerse en el orden capitular que crean conveniente. Entrando ya a saco con la desencantada sinceridad, no es que Cortázar logre un hito en la literatura en el sentido de renovación pues, como digo, el argumento es endeble, y sólo se pueden permitir estas rarezas técnicas gracias a ello. ¿Qué importa que Oliveira discuta con Gregorovitch antes o después? Lo único trascendente es lo maravillosamente escrito que está todo; lo evocador de las descripciones y los sentimientos; la ambientación tan conseguida, desde el melancólico París por el que Oliveira y La Maga pasean y observan a los clochards hasta la Argentina más rural y sencilla donde el mismo Oliveira y su amigo de toda la vida Traveler trabajan como gerentes de un circo. Es una obra inmensa y rica en detalles, de la que puedes sacar nuevos significados y metáforas a cada recurrente vistazo que eches (ésta ha sido la tercera vez que la he leído, y sigo encontrando pasajes demasiado farragosos), con un uso colosal del lenguaje (en ciertas ocasiones inventado, caso del gíglico, utilizado únicamente por Oliveira y La Maga), y de la innovación y la sorpresa. Una obra de arte, en resumen y sin dudarlo un instante. Cada página es digna de ser saboreada y leída cien veces, tan poderosa en sus imágenes (cuando se logra entender más o menos, claro está, qué diantres nos está diciendo Cortázar) como conmovedora e, incluso, divertida. Imposible que con el capítulo final ("si es que hay tal final", nos diría el autor sonriente y picarón, pero seamos sinceros, sí que lo hay, y se nota), no se te asome una sonrisa. Aunque no hayas entendido una mierda. 

Ésta es la rayuela, metáfora de la vida, de la propia novela, y de todo lo que se os pueda ocurrir
  
   Vamos, que hay que leerla. Igual acabas, te preguntan de qué va, y pones cara de póker (también llamada en los círculos más selectos cara post-árbol de la vida), pero hay que leerla. Porque nunca vas a encontrar nada igual, porque nunca nadie ha descrito París con tanta belleza, sentimiento y habilidad publicitaria, y porque, aunque sólo sea por fragmentos como el siguiente, merece la pena que te duela la cabeza al acabar cada capítulo. Así, concluyamos con la mejor descripción de un beso que he leído nunca:

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no consigo comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.
   Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y  si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.

viernes, 25 de mayo de 2012

Los gilís también lloran

Inauguramos la sección, muy equívoca y frívolamente apodada como "Literatura", con un libro del que, es bastante probable, no se acuerde ni el editor. Aún así, estoy seguro de que en algún momento de vuestra prolífica andadura estudiantil se ha erguido ante vosotros, fastidioso y poco interesante, el nombre de Gonzalo Torrente Ballester, uno de los mejores escritores que llegó a parir España durante el pasado siglo, autor de, entre otras cosas, La saga-fuga de J.B., y espero que de este título os lleguen otras referencias  aparte de las tocantes a las bebidas espirituosas. Si no, no pasa nada, seguro que con la próxima reforma de la enseñanza se logran drenar estas lagunas culturales. 


  El título de la novela es Off-side, y hace referencia, aun cuando esta apreciación pueda ser meramente subjetiva, a la marginación, a la situación de aquellas personas que no encuentran su lugar en el mundo, y que vagan por él incansablemente, unos deseando encontrar tal lugar, otros guiados por penosa inercia. En efecto, los protagonistas de esta novela son todos unos inadaptados, sin caer, eso sí, en los prototipos que uno podría imaginarse. Entre otros, tenemos a Ricardo Vargas, economista de inteligencia portentosa pero cuyo oscuro pasado (relacionado con la Guerra Civil, y como estamos hablando de novela en la época franquista, y no de cine español, cliché excusable) le martiriza constantemente e impide que experimente unas relaciones sociales mínimamente satisfactorias; a Leonardo Landrove, un crítico de arte de ascendencia también bélica pero algo más romántica, frustrado tanto en el amor como en la escritura; a Leopoldo Allones, autoproclamado genio renacentista y anarquista que se ha de valer de la prostitución de su hija para sacar adelante la mejor novela del siglo XX; a la condesa Agathy Walsdowsky, noble venida a menos de tendencias suicidas y sentido de culpa galopante; a María Dolores Indurain, puta de lujo y fachada intelectual que lucha por un amor idealizado y, por tanto, no correspondido; y a, en el que para mí constituye el retrato más complejo y conseguido del retablo, Fernando Anglada, banquero, coleccionista de arte, novelista farsante, pedófilo en ratos ociosos, y poseedor de un peculiar código de honor pese a todo.
   Todos y cada uno (y me dejo a muchos en el tintero) son, como se puede apreciar, individuos destacados en numerosos campos intelectuales, de pingües conocimientos artísticos, de una vasta cultura que poco les ha de servir para llegar a ser auténticamente felices. Este tema, etiquetémoslo sin empacho como la soledad del intelectual, huelga decir que ya ha sido tratado en numerosas ocasiones por los guiones de Woody Allen, entre otros, pero es aquí, en la inmensidad y detallismo que sólo ha de permitir una novela (o novelón, si las 650 páginas de las que hace gala nos llegan a imponer esa nomenclatura), cuando, creo, más y mejor se logra transmitir. Sobre todo, en el modo en que Torrente Ballester guía a los desazonados lectores por unos compases finales marcados por la tragedia y la frustración, donde pocos personajes (y siempre los más inesperados) conseguirán cumplir finalmente sus objetivos, mucho más sencillos de lo que pensaron en un comienzo.
   La novela, centrada casi por completo en sus matizados y sobresalientes caracteres, se ahorra en el empeño casi cualquier tipo de esfuerzo descriptivo, limitándose por regla general a la transcripción de unos diálogos tan sublimes que le provocarían poluciones nocturnas al mismísimo Quentin Tarantino. Sin poder obviar, eso sí, la configuración de Madrid, y de sus bares, cafeterías y terrazas, tan bohemias como las que más, como un personaje extra (vale, sí, trilladísimo, pero verdaderamente Torrente Ballester consigue que lo sintamos así). 
   Por tanto, y si vamos a utilizar esta sección para tales menesteres, no puedo más que recomendar fervientemente su lectura a cualquier persona. Igual la adquisición resulta difícil, si bien porque en Internet creo que no está disponible o porque en las librerías actuales su sitio siempre ha de venir tapiado por lo último de Ruiz-Zafón, pero creo que, de conseguirlo, nadie se va a arrepentir. Una gran novela, aseguro con convicción, y para refrendarlo de una vez por todas me limitaré a la reproducción de este diálogo entre Agathy Waldowsky y Fernando Anglada. No es que sea la alegría de la huerta, aviso:

  -Entonces, por primera vez sentí, más que deseos, necesidad de suicidarme. Y a veces pienso que es algo que llevo aplazando desde aquella tarde, y que un día ha de llegar sin que nadie, ni siquiera un tipo entrometido como Landrove, pueda estorbarlo.

  -¿Es tu única salida?

  -Me temo que sí.

  -Eso no puede decirse nunca con esa frialdad. Al que está vivo le queda siempre la oportunidad... La oportunidad de seguir viviendo. 

  -¿Para qué?

  -Bueno... vivir siempre es vivir.

  -Vivir es tener delante un camino, y yo los he perdido todos. Es estar de acuerdo con uno mismo, y yo me odio. Es amar, o al menos esperar a amar, y yo no amo.