jueves, 31 de mayo de 2012

Lectores con cojones

Quien llegado un inspirado y poco lúcido momento se decida a hacer un comentario sobre Rayuela, obra monumental escrita por el argentino Julio Cortázar en 1963, y tal obra le haya fascinado hasta un punto inimaginable (como le sucedió al que suscribe), por fuerza se verá asaltado por la siguiente retórica: "¿Soy digno de ello?", intercambiable por "¿Realmente seré capaz, tendré algo relevante que decir?". Porque no sólo es que esta novela (aventurémonos, inicialmente, a considerarla como tal) sea una maravilla, sino que, hablando en plata, más rara no puede ser, y de ésta se suele entender, si no yerro en mis cálculos, de la misa la media. Y esto realizando un ejercicio de fe, y petulancia intelectual , importante.
   Yo, como estoy metido dentro de la sección de "Literatura" y eso, pues voy a comenzar diciendo que creo que entiendo Rayuela en su mayor parte, aunque sea mentira (o no). Se nos introduce el libro con una retahíla de números desordenados haciendo referencia a diversos capítulos, 155 en total, y con una nota de Cortázar que te viene a decir algo así como: "Puedes atreverte a leer el libro en este orden, si tienes huevos, o leerte todos los capítulos en lógica y mediocre sucesión. ¿No te atreves, capullín?". Claro, uno se enfurece, se ha leído Los pilares de la Tierra y se tiene a sí mismo en cierta estima intelectual: así que vamos allá, se va a cagar el boludo, por vergüenza torera, challenge accepted

"¿A que no hay huevos?"
  
   Y nos encontramos frente a un argumento facilón, muy bohemio y psicológico, pero facilón. Es cierto, si Rayuela la hubiera escrito cualquier otro (alguien al que no se le fuera la olla tanto como a Cortázar y no se viera en la necesidad de elucubrar manuales sobre cómo subir las escaleras), un servidor no estaría hablando de ella como uno de los tres mejores libros que ha leído en toda su vida. Pero eso sí, los pocos personajes que se dan cita en el libro son todos prodigiosos y memorables. Veamos: tenemos a Manolo Traveler, un buen hombre y mejor amigo eternamente contrariado por el hecho de, irónicamente, no haber salido de Argentina en toda su vida; a Talita, su abnegada esposa, farmacéutica y de gran ingenio; a Ossip Gregorovitch, un joven y enamoradizo intelectual muy dado a las mentiras descabelladas que oscurezcan su pasado y lo suman en el atractivo de la ambigüedad; a Morelli, huraño escritor admirado por los protagonistas e, inequívocamente, álter-ego de Cortázar en la novela; y, sobre todo, a la pareja principal, dos personajes ya clásicos de la literatura, cuando menos, hispanoamericana: Horacio Oliveira y La Maga. El primero es el protagonista absoluto de la obra, haciendo de vez en cuando de narrador, y siendo el hilo conductor de la historia (al desarrollarse tanto en París, del lado de allá, como en Argentina, del lado de acá), un hombre, en pocas palabras, demasiado inteligente para ser feliz, con un sentido del humor muy peculiar del que sólo suele disfrutar él, y que daña instantánea y automáticamente a cualquier persona que se atreva a quererle. Y, por otro lado, tenemos a La Maga, llamada Lucía en realidad, un personaje, y la redundancia es imprescindible, mágico, del que es imposible no enamorarse, y no odiar a Oliveira por el modo en que le trata. Pertenece a su protagonismo uno de los capítulos más conmovedores de la novela, en el que le escribe una carta a su bebé Rocamadour que sólo podrá leer ella, y en el que sentimos como nuestros toda su pena y todo su amor de madre.
   Por desgracia, esta amalgama de personajes no constituye, ni mucho menos, el tema central de la novela, la cual Cortázar, incluso, impulsa a los lectores más valientes a leerse en el orden capitular que crean conveniente. Entrando ya a saco con la desencantada sinceridad, no es que Cortázar logre un hito en la literatura en el sentido de renovación pues, como digo, el argumento es endeble, y sólo se pueden permitir estas rarezas técnicas gracias a ello. ¿Qué importa que Oliveira discuta con Gregorovitch antes o después? Lo único trascendente es lo maravillosamente escrito que está todo; lo evocador de las descripciones y los sentimientos; la ambientación tan conseguida, desde el melancólico París por el que Oliveira y La Maga pasean y observan a los clochards hasta la Argentina más rural y sencilla donde el mismo Oliveira y su amigo de toda la vida Traveler trabajan como gerentes de un circo. Es una obra inmensa y rica en detalles, de la que puedes sacar nuevos significados y metáforas a cada recurrente vistazo que eches (ésta ha sido la tercera vez que la he leído, y sigo encontrando pasajes demasiado farragosos), con un uso colosal del lenguaje (en ciertas ocasiones inventado, caso del gíglico, utilizado únicamente por Oliveira y La Maga), y de la innovación y la sorpresa. Una obra de arte, en resumen y sin dudarlo un instante. Cada página es digna de ser saboreada y leída cien veces, tan poderosa en sus imágenes (cuando se logra entender más o menos, claro está, qué diantres nos está diciendo Cortázar) como conmovedora e, incluso, divertida. Imposible que con el capítulo final ("si es que hay tal final", nos diría el autor sonriente y picarón, pero seamos sinceros, sí que lo hay, y se nota), no se te asome una sonrisa. Aunque no hayas entendido una mierda. 

Ésta es la rayuela, metáfora de la vida, de la propia novela, y de todo lo que se os pueda ocurrir
  
   Vamos, que hay que leerla. Igual acabas, te preguntan de qué va, y pones cara de póker (también llamada en los círculos más selectos cara post-árbol de la vida), pero hay que leerla. Porque nunca vas a encontrar nada igual, porque nunca nadie ha descrito París con tanta belleza, sentimiento y habilidad publicitaria, y porque, aunque sólo sea por fragmentos como el siguiente, merece la pena que te duela la cabeza al acabar cada capítulo. Así, concluyamos con la mejor descripción de un beso que he leído nunca:

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no consigo comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.
   Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y  si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.

2 comentarios:

  1. ¡Oh, Dios mío, y yo perdiendo el tiempo respirando! No me hieras o mutiles y permíteme, Alberto, pedirte este libro tras el estío separatorio, pues de él me atrevo a decir que posee un magnetismo caliente, cuyos dos únicos pasajes leídos hicieron en mí tal mella que a la postre han sido más bien vino que con el tiempo mejora que pan que con el día endurece. No pretendo con ello sino ganarme tu entera confianza para asuntos más postreros y la promesa de una amistad en base del trueque que nos haga cultivar la cultura como dos bibliotecarios. Sin más te digo que posiblemente esta sea de tus mejores entradas, pero eso ya se lo preguntaremos a tu ex. Y si al acabar el libro no entendí de la misa la mitad, aprenderé latín coño, que seguro que merece la pena entenderlo en su bella vastedad. He dicho, amén o punto final.

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  2. PS: El cigarro en la boca de Cortázar parece metío con Photoshop. Seguro que Batman tiene algo que ver...

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