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domingo, 13 de enero de 2013

Yo Mataré Monstruos Por Ti.

A María Moreno Prieto.

La primera vez que oí la palabra Alzheimer, la olvidé. La segunda vez fue algo más familiar, en un hospital, en una de las camas de una habitación en la que yo no quería estar. También la olvidé. La tercera vez fue en clase de religión. A partir de ahí tuve algo de memoria retentiva o memoria simple o algún nombre científico para el recuerdo, y ya no se me olvidó. A partir de ahí, todo fue a peor.

Aprendí qué hace, cómo actúa y te jode las horas de la comida y la noche, sus nulas, putas motivaciones, su dieta, sus farolas, su obsesión por saber la hora, cerrar la puerta, desconectar los enchufes, subir el volumen, preguntar repetidamente lo mismo, contar repetidamente lo mismo, esponjar los cojines, sentarse y levantarse, más obsesiones, sus tartamudeos, su sombra, su vis a vis con la cordura, sus atajos hacia callejones sin salida, sus miedos sin griteríos, su vanagloria sin gloria, su innegable don de mensajero, su inexistente trazo de esperanza, su hiriente corrosión poquito a poco como un mirlo.

Por lo visto aprendí que sabe derrotar las murallas de la memoria, que fue tu amiga y tu enemiga. Y entonces la recuerdas: "¿Memoria? no sé, sube el volumen, siéntate y dime, ¿qué se sentía recordando las cosas?". ¡Ah! Si te quitan la memoria, ¿has vivido? Aprendí muchas cosas, como que el olvido es un arma (de doble filo), que el recuerdo es una hoja de papel (de doble cara), que el alzheimer es la primera muerte. La lenta y dolorosa. La que fatiga. La que se llora. La que tú recuerdas. La que ella olvida.

Ahora escucho mucho esa palabra. Sobre todo cuando la gente me pregunta cómo está mi abuela, y cuento cosas como que no se está quieta o que grita a sus seres queridos o que se despierta por la noche a comprobar las ventanas o que esconde trozos de pan por la casa. Ellos responden: "puede ser principio de alzheimer" y pienso dos cosas: la primera es que jamás has de ponerle tu nombre a una enfermedad (si acaso a una estrella o a un banco del parque); la segunda es que todo puede ser el principio de todo o de algo. Pero hasta los principios se olvidan...

Mi abuela nunca ha visitado la Alhambra, aunque es de un pueblo de Granada. La vio por fuera y no se le olvida. Según ella, es hermosísima y, siguiendo lo que dice la tele, amén de que se inventa palabras, ‘la Alhambra tiene mucha nombrería’. Ésta es mi abuela, natural, suya.

A mi abuela no le gusta el mar, no lo conoce. Pero ella es, sin saberlo, todo un océano. A ella le debo todo,  cosas que están detrás de la Luna . Mi primer acertijo, donde Pingo Pingo es chorizo y Mango Mango un perro, mis palabras extrañas, como alacena, liebres magallonas o pillacorbata, mi pasión por los cuentos que con tanto mimo ahora escribo, porque ella de siempre contó historias, un juglar moderno del que no te cansas, porque la misma historia nunca es la misma en sus labios, ya torcidos por el paso de 93 años. Ella siempre es nueva para mí:

Tiene la historia de una bomba que mató a una amiga suya en la guerra, de cómo aprendió de los moros a decir cebolla en árabe, la historia de la belleza de sus hermanas en el pueblo, de cómo se metía con la tonta de allí dónde nació con las compañeras de aventuras y cómo se hizo esa cicatriz en el muslo que se tapa con su enlutada (¡Ay de mi abuelo!) y sempiterna falda, de la vez que bebió porque su hermana la emborrachó y ya nunca más probó el alcohol,…

Pero la demencia senil o el alzheimer o como cojones se llame ese embrión olvidalotodo está erosionando tus cabellos, abuela, ya cortos y tristes, está haciendo obedecer a tus párpados cada vez más la la ley de la gravedad, está haciendo de tus labios dos líneas paralelas, muy simples y complejas, muy de maderos ardiendo, muy de versos acabados y releídos, está haciendo de tu cuello un papel plegado, una cordillera de lo que tú nombras pellejo, de tus manos un fácil acertijo de venas y un mapa de lo pálido, de tus ropajes el más conocido de los secretos y de tu voz un tesoro cada vez más y cada vez más y cada vez más codiciado.

Por eso me siento orgulloso de poder decirte, abuela María, que aquella noche abuela te recordé que te tomaras las pastillas mientras hacíamos del sofá una cama. Y tú, que me escuchas hasta en el silencio, me hiciste caso, sin rechistar, y te las tomaste con la benevolencia de los árboles maduros, tragando mansamente, con una ola serena de saliva, mi consejo. Y aquella noche dormiste plácida, de mármol, sin pesadillas. Y por eso abuela puedo decir que yo he matado monstruos por ti. Tus monstruos. Porque te ayudé a matarlos aunque no supieras que te defendía. Y si alguna vez vuelven, di una palabra al aire, la que sea: castillo, pepitoria, Granada, recuerdo,…que allí estaré yo, sin espada, sin escudo, es cierto, sólo yo abrazándote, matando tus monstruos cada noche hasta el día que no podamos defendernos del monstruo último. Y me mancharé las manos si hace falta hasta entonces. Porque no quiero que olvides. Porque ya sé cómo hacerlo. Ya maté monstruos por ti, aquella noche. Y los volvería a matar, abuela. Y los volveré a matar.